jueves, 2 de julio de 2015

El libro de carne

En los días de la florida juventud, nos congregábamos algunos estudiantes para luchar unidos buscando un porvenir grato.
Quién miraba en la poesía el paraíso de sus ensueños y se pasaba las horas leyendo a los clásicos latinos y españoles; quien con su libro de texto en las manos dábase al estudio con tesón tan arduo, que lo enfermaban las vigilias; quién soñando en proximas revoluciones, anhelaba salir a campaña para conquistarse una banda de general, y quién, por último, entregado a la dulce monchalance de los primeros años, veía en su derredor transcurrir y perderse las horas, como seperdían en el ambiente las azules espirales del humo de su cigarro.
Es hermoso, cuando se ha vivido, recordar esta especie de fermento de la juventud que aún no define su situación social ni su manera de ser propia y clara.
Eramos una legión de desheredados. Unos tenían sus hogares a muchas leguas de la metrópoli, otros estábamos peor que ellos, pues nuestras familias habían caído en la desgracia, y poco o nada nos hubieran dado si no contásemos con esa providencia que entre nosotros se llama una beca y que no es otra cosa que el pan y la instrucción otorgadas gratuitamente por el gobierno.
En aquel grupo, los que soñábamos en ser poetas éramos los menos aplicados, pues en cuanto se escribe el primer verso, se olvida la cátedra, estorban los libros de texto, se desconoce a los maestros y se vive pensando en Homero, en Dante, en Shakespeare, en Cervantes, en el último romance publicado por algún literato de renombre, en el soneto de Fulano, en la improvisación de Mengano, en fin, en todo menos en los exámenes.
Y recitando sonoras estrofas, escribiendo a la novia sentidas espinelas, consagrando a la patria rimbombantes serventesios, llega el mes de Octubre, amarillean y caen marchitas las hojas de los árboles, se escucha en la noche el monótono grito de los vendedores de castaña asada y se fijan en los muros del colegio las listas de los que han de sustentar examen con tiempo sencillo o doble, según la exacta o ninguna puntualidad con que se haya concurrido a las cátedras.
Era esta la época de nuestros graves apuros, porque queríamos andar en pocas horas un camino que exigía nueve meses de fatigas.
Hay que confesar que muchos pasábamos, como dicen los estudiantes, es decir, salíamos aprobados con vergonzantes calificaciones que sólo nos servían para trasladarnos a otro curso, pero no para ir acreditando nuestro nombre en la carrera que comenzábamos.
Nuestra fiebre literaria era como la tisis y como las ermitas, no tenía cura, y los estudiosos, los que con toda serenidad pensaban en ser algún día médicos, ingenieros, abogados, es decir, ciudadanos útiles, nos veían como a leprosos, como a apestados y sólo nos toleraban en las horas de ocio, para que los distrajéramos con cualquier chascarrillo, con algún cuento de color subido o con alguna poesía entusiasta y conmovedora.
Nos llsmaban de vez en cuando así como se llama al cilindro callejero que toca el aria de Lucía, o el brindis de Traviata en cada esquina y a la hora seria, en días de examen, nos miraban con desdén y con lástima, porque mientras ellos sacaban primeras y honrosas calificaciones, nosotros, si bien salíamos, apenas alcanzábamos una humillante mayoría. Y esto de sacar mayoría es salir reprobado por un voto, por más vueltas que se le dé a la cosa para endulzarla ante la conciencia.
Pues bien, y para no alargar con reflexiones filosóficas inútiles este cuento, diré que un grupo de esos soñadores en verso, preparaba allá al terminar el año de gracia de 187... Su examen de anatomía descriptiva.
Era preciso estudiar más que el libro de papel, el libro de carne, es decir, el cadáver. Y poco habituados estaban a manejar el bisturí y a manosear las heladas víceras de un muerto los que sólo se habían ocupado en cantar la sonrisa de Lesbia o los amargos desdenes de Laura.
Entre ascos y pudores resolviéronse aquellos poetas en agraz a subir una noche al anfiteatro de la escuela, pues estaba tendido en la plancha, con los brazos cruzados en ángulo sobre el tórax, el enorme cadáver de uno de esos desconocidos que lanzan el último suspiro en la cama de un hospital y pasan a ser primero pasto de los practicantes de medicina y luego de los gusanos en la fosa común de un cementerio minucipal.
Contando los poetas con que ya tenían materia para sus experimentos, proveyéronse de una mala bujía colocada en ancha palmatoria de latón y al toque de ánimas, salieron al anfiteatro para velar estudiando con provecho.
Llegaron, y por qué no he de decirlo con franqueza, llegamos con ese recelo que la sombra de la noche y de la muerte inspira a los neuróticos y a los visionarios.
Allí estaba, rígido, mudo, enorme, el cadáver que iba a servirme de libro.
No había otra mesa que la plancha y antojóse a uno de los compañeros colocar la bujía sobre la mano de nieve que tenía extendida sobre el vientre el infeliz que iba a ser destripado.
Todos aprobaron aquella medida porque, en efecto, desde ese sitio, la llama derramaba más luz sobre aquel cuerpo inanimado.
-Estudiaremos la articulación escápulo-humeral - dijo alguno, y esto quería decir: estudiaremos el hombro en su ligamento con el brazo.
-Sí, sí - interrumpió otro-, yo estoy muy bota en esa articulación.
-¿Quién toma el bisturí?
-Fulano.
-No, Mengano.
-Yo lo tomaré - dijo el que era tenido entre nosotros por el más adelantado e inteligente.
Con un arrojo digno de Nélaton, después de haber remangado el puño de la camisa, metió el cuchillo en el lugar que le convino, cortó un garbo y en un decir Jesús, vimos moverse y caer a un lado el brazo del muerto, y como en la mano tenía puesta la palmatoria, mandar ésta al suelo, apagándose la vela.
-¡Qué bárbaro! - gritó alguien-, este hombre está vivo.
Oir esto y echar a correr todos, buscando la puerta, fue obra de un segundo, y aún me acuerdo con cuánto pavor nos atropellamos en la escalera, hasta mirarnos en el corredor y respirar allí el aire libre sin que se nos curara el susto.
-¿Qué les pasa?- nos dijo un compañero muy estudioso y que se reía de los poetas en ciernes.
-Que el muerto del anfiteatro está vivo.
-¡Imposible!
-Vamos contigo a verle.
Temblando, y paso a paso entramos denuevo al anfiteatro, buscando con un cerillo la vela consabida.
En cuanto nuestro compañero dispuso de luz suficiente y examinó con detención el caso, soltó una estridente carcajada, y nos dijo.
-Hermanos, no se examinen porque los reprueban. Pusieron la palmatoria sobre su brazo que estaba en una posición forzada, en la cual lo conservó la rigidez cadavérica, pero en el momento en que han cortado el músculo que le sujetaba, cayó a plomo y con él la bujía; esto es todo.
-¿No está vivo este hombre?- preguntó, temblando, un compañero.
-No- repuso el otro-, ustedes son los que están muy botas, y yo les aconsejo que mejor se vayan a sus cuartos a escribir versos, que venir a cometer barbaridades que no tienen ejemplo.
Y cariacontecidos y avergonzados, nos fuimos cada mochuelo a su olivo, comprendiendo que Dios no llamaba a todos los de aquel grupo por el camino de las recetas y de los cáusticos, pues si entonces creíamos a los muertos vivo, a cuántos vivos habríamos matado después impunemente.


Juan de Dios Peza








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