lunes, 29 de junio de 2015

Viaje dentro de una almohada

Allá por el año siete de la época Kiaiyuan vagaba un monje, por la región de Hangtang taoista  en una posada  y se había puesto cómodo, sentado sobre una esterilla, vio entrar a un joven, que cortésmente le pidió permiso para ocupar un sitio a su lado.

Al poco tiempo Wang charlaba con el joven que le comentó llamarse Lou, ser campesino y le manifestó su descontento con la vida que llevaba. Wang mostró extrañeza porque vio de buena edad y lleno de salud, pero Lou continuó quejándose:

-Arrastro la vida, eso es todo, ¿Qué satisfacciones tengo?
-¿No consideras una satisfacción ser como eres? - le contestó el monje. Realmente, ¿Qué desearías para ser feliz?
-Quisiera converetirme en un hombre culto y refinado - dijo Lou, alguien que realice grandes cosas, que sea famoso; por ejemplo, general y mandar un ejército o primer ministro de un emperador. Me gustaría escuchar buena música, comer como lo hacen los gobernantes y vestir ropa lujosa. A esto le llamo convertirse en hombre de bien. No crea usted -continuó Lou - que carezco de méritos para esto: he estudiado, sé muchas cosas y tengo facilidad para otras. Hoy, soy un hombre, pero de muy joven soñé con alcanzar fácilmente altos cargos oficiales y sin embargo, véame usted, sigo siendo campesino. Toma, -le dijo el monje al joven - despreocúpate y duerme, pero hazlo sobre esta almohada, es más cómodo y además con ella alcanzarás lo que has soñado.

Lou examinó la almohada. Era de porcelana azul y blanca y curiosamente estaba hueca por dentro. Lou se inclinó sobre ese hueco y éste, se agrandó, se ensanchó y alargó de tal manera que el joven no tuvo ninguna dificultad para introducirse, y, de pronto, como la cosa más natural, como si se durmiera... Se encontró en su casa. Pocos meses después su vida empezó a cambiar: se casó con la hija de la familia Ts'oei, muy reconocida en la región de Tangho. A raíz de este matrimonio, que le reportó mucha felicidad porque la joven era hermosa y buena, su situación económica empezó a mejorar, a tal grado que pudo vestir y vivir con lujo.

Al año siguiente hubo la oportunidad de concursar para un puesto oficial, y Lou resultó el gobernador. Esto le permitió vestir como un dignatario. El siguiente paso fue un nuevo concurso, pero esta vez para convertirse en mandatario en la corte del emperador. El triunfo lo llevó a ocupar puestos públicos muy altos: subprefecto de Weimam y censor imperial. No paró allí su buena suerte y poco a poco fue ocupando cargos de mayor y mayor importancia en los que se desempeñó tan bien, que lo llevaron, a convertirse en prefecto de Pekín. De pronto el país se vio amenazado por las tribus rebeldes del oeste. El emperador se acordó del talento de Lou y lo nombró gobernador militar de la zona amenazada. Allí, Lou volvió a cosechar triunfos: no sólo derrotó definitivamente a los insurrectos, sino que conquistó territorios que hicieron más grande el imperio. Esto le valió que le levantaran una estatua y que en la corte lo llenaran de honores y le ofrecieron puestos todavía más importantes.

Pero el ascenso de Lou despertó envidias entre los cortesanos. Empezaron a calumniarlo frente al emperador, y de pronto, lo destituyeron de todo y lo mandaron castigado como prefecto de una región muy lejana.

Su mala suerte sólo duró tres años. El emperador reconoció que había sido convencido con engaños, y deseoso de compesar a Lou, lo llamó de nuevo y lo convirtió en miembro del consejo imperial.

Varias veces al día, el consejero hablaba con el emperador quien no hacía nada sin pedirle perecer. De nuevo tuvo Lou que sufrir las consecuencias de estos favores del monarca. Los otros cortesanos, llenos de envidia, hicieron correr la voz de que estaba de acuerdo con un general rebelde que se había sublevado en una comarca de la frontera. Esto fue desastroso.

Lo apresaron como un vil criminal y lo encerraron en la cárcel. Lou, aterrorizado, le dijo a su esposa que lloraba amargamente: Tenía una casa humilde en los campos de Changtong, rodeada de tierras fértiles lo que nos permitía vivir espléndidamente. Me pregunto, ¿Por qué no estuve contento con eso?, ¿Por qué he corrido y luchado por conseguir honores? Ve a dónde he llegado. Sería tan feliz si pudiera volver a usar mi ropa de campesino, pasear alegre por el campo, ir al trote en mi caballo rumbo a Han'tang. ¡Dios mío! ¿Será posible que haya yo perdido todo eso?

Al decir estas palabras Lou tomó su espada para hundírsela en el pecho y terminar de una vez por todas con su sufrimiento, cuando su esposa lo detuvo. Se había descubierto la verdad. Se puso en claro que lo calumniaron los cortesanos, envidiosos. Desde ese día el emperador no cesó de favorecerlo y colmarlo de honores y atenciones. Durante este tiempo Lou había tenido cinco hijos. Todos inteligentes y hermosos. Ocupaban cargos destacados, se habían casado con mujeres buenas y nobles y para llenar de alegría a su padre, entre todos le habían dado diez nietos.

Habían pasado ya cincuenta años desde el día en que ocupó su primer cargo público. Durante ese trayecto conoció dos veces la vergonzosa desgracia y el penoso destierro. Fue afortunado porque pudo subir los peldaños de la gloria otra vez y volver a brillar en la corte. Tuvo todo lo que deseaba: ropa, lujos, placeres, tierras fértiles, caballos nerviosos de sangre pura, palacios principescos. Pero ahora ya se sentía viejo. Pedía insistentemente al emperador que lo liberara de sus cargos, pero el monarca no quería. En esas circunstancias cayó enfermo. No hubo médico famoso que no fuera consultado, ni remedio o medicina que no le fuera administrado. Lou se moría. Seguro ya de que pronto pasaría a mejor vida le escribió a su señor una carta:

"Yo, Lou, era por mi origen, un humilde estudiante que sólo se ocupaba de trabajar el campo y cuidar el jardín. Los favores del cielo me colocaron en altos cargos y me dieron la confianza de mi emperador. El miedo a ser indigno de tantos favores no me ha dejado nunca tranquilo. Ahora, al final de mi vida, me pregunto con angustia: ¿Habré cumplido mis deberes hacia el señor? El curso de los días y las horas se detendrán para mi mañana. Hoy estoy en el umbral de la muerte. No quisiera partir sin saber que he cumplido fielmente con lo que de mí se esperaba."

Al día siguiente, y antes de morir, Lou recibió una carta del emperador en la que le decía:

"Dotado de las más incomparables virtudes, fuiste siempre para mí un colaborador de primer orden. Durante años has asegurado mis fronteras y gracias a ti reinó la paz en el Imperio. Tu devoción y sacrificado por el Estado han dado sus frutos. Pensé que tu enfermedad no fuera grave y sí sólo pasajera. ¡Quién me hubiera dicho que podría peligrar tu vida! Te expreso mi mayor sentimiento y ordeno al general de caballería imperial Kao, que me represente a la cabecera de tu lecho. Cuídate por mí, tu amo y señor, y hazme conservar la esperanza de tu restablecimiento."

Aquella misma noche Lou falleció. Lou se despertó y, estirándose, miró en derredor, viendo con asombro que aún estaba en la posada, tendido sobre la estera. A su lado, el anciano taoísta permanecía sentado, inmóvil y taciturno. Lou se levantó de un salto y preguntó con extrañeza:

¿He soñado?

Es lo que se llama " la gran felicidad de la vida" y sucede exactamente de ese modo, pronunció con calma el monje como hablando consigo mismo.

Por mucho tiempo quedó el joven asombrado e inconsolable. Pero al fin, recapacitando, terminó por inclinarse ante el taoísta diciendo:

Creo que acabo de sentir todo cuanto atañe al camino que lleva a los honores, como a la humillación; he experimentado la prosperidad y la miseria, los éxitos y los reveses, y también el sentimiento de la vida y de la muerte. Lo comprendo todo. Por eso, maestro, has conseguido disipar mis ilusiones. ¿Cómo no recordar tu lección? Y, saludando al monje haasta el suelo repetidas veces, prosiguió su camino...

Cheng Tsi.Ts'i.








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