miércoles, 22 de julio de 2015

Un aprendizaje difícil

Vivía entre impulsos y arrepentimientos, entre avanzar y retroceder. ¡Qué combates! Deseos y terrores tiraban hacia adelante y hacia atrás, hacia la izquierda y hacia la derecha, hacia arriba y hacia abajo. Tiraban con tanta fuerza que me inmovilizaron. Durante años tasqué el freno, como río impetuoso atado a la peña del manantial. Echaba espuma, pataleaba, me encabritaba, hinchaban mi cuello venas y arterias. En vano, las riendas no aflojaban. Extenuado, me arrojaba al suelo; látigos y acicates me hacían saltar: ¡Arre, adelante!
Lo más extraño era que estaba atado a mí mismo, y por mí mismo. No me podía desprender de mí, pero tampoco podía estar en mí, Si la espuela me azuzaba, el freno me retenía. Mi vientre era un pedazo de carne roja, picada y molida por la impaciencia; mi hocico, un rictus petrificado. Y en esa inmovilidad hirviente de movimientos y retrocesos, yo era la cuerda y la roca, el látigo y la rienda.
Recluido en mí, incapaz de hacer un gesto sin recibir un golpe, incapaz de no hacerlo sin recibir otro, me extendía a lo largo de mi ser, entre el miedo y la fiebre. Así viví años. Mis pelos crecieron tanto que pronto quedé sepultado en su maleza intricada. Allí acamparon pueblos enteros de pequeños bichos, belicosos, voraces e innumerables. Cuando no se exterminaban entre sí, me comían. Yo era su campo de batalla y su botín. Se establecían en mis orejas, sitiaban mis axilas, se replegaban en mis ingles, asolaban mis párpados, ennegrecían mi frente. Me cubrían con un manto pardusco, viviente y siempre en ebullición. Las uñas de mis pies también crecieron y nadie sabe hasta dónde habrían llegado de no presentarse las ratas. De vez en cuando me llevaba a la boca -aunque apenas podía abrirla, tantos eran los insectos que la sitiaban- un trozo de carne sin condimentar, arrancada al azar de cualquier ser viviente que se aventuraba por ahí.
Semejante régimen hubiera acabado con una naturaleza atlética -que no poseo, desgraciadamente. Pero al cabo de algún tiempo me descubrieron los vecinos, guiados acaso por mi hedor. Sin atreverse a tocarme, llamaron a mis parientes y amigos. Hubo consejo de familia. No me desataron. Decidieron, en cambio, confiarme a un pedagogo. Él me enseñaría el arte de ser dueño de mí, el arte de ser libre de mí.
Fui sometido a un aprendizaje intenso. Durante horas y horas el profesor me impartía sus lecciones, con voz grave, sonora. A intervalos regulares el látigo trazaba zetas invisibles en el aire, largas eses esbeltas en mi piel. Con la lengua de fuera, los ojos extraviados y los músculos temblorosos, trotaba sin cesar dando vueltas y vueltas, saltando aros de fuego, trepando y bajando cubos de madera. Mi profesor empuñaba con elegancia la fusta. Era incansable y nunca estaba satisfecho. A otros podrá parecer excesiva la severidad de su método; yo agradecía aquel desvelo encarnizado y me esforzaba en probarlo. Mi reconocimiento se manifestaba en formas al mismo tiempo reservadas y sutiles, púdicas y devotas. Ensangretnado, pero con lágrimas de gratitud en los ojos, trotaba día y noche al compás del látigo. A veces la fatiga, más fuerte que el dolor, me derribaba. Entonces, haciendo chasquear la fusta en el aire polvoriento, él se acercaba y me decía con aire cariñoso: "Adelante", y me picaba las costillas con su pequeña daga. La herida y sus palabras de ánimo me hacían saltar. Me sentía orgulloso de mi maestro y -¿Por qué no decirlo?- también de mi dedicación.
La sorpresa y aun la contradicción formaban parte del sistema de enseñanza. Un día, sin previo aviso, me sacaron. De golpe me encontré en sociedad. Al principio, deslumbrado por las luces y la concurrencia, sentí un miedo irracional. Afortunadamente mi maestro estaba allí cerca, para infundirme confianza e inspirarme alientos. Al oír su voz, apenas más vibrante que de costumbre, y escuchar el conocido y alegre sonido de la fusta, recobré la calma y se aquietaron mis temores. Dueño de mi, empecé a repetir lo que tan penosamente me habían enseñado. Tímidamente al principio, pero a cada instante con mayor aplomo, salté, dancé, me incliné, sonreí, volví a saltar. Todos me felicitaron. Saludé, conmovido. Envalentonado, me atreví a decir tres o cuatro frases de circuntancia, que había preparado cuidadosamente y que pronuncié con aire distraído como si se tratara de una improvisación. Obtuve el éxito más lisonjero y algunas señoras me miraron con simpatía. Se redoblaron los cumplimientos. Volví a dar las gracias. Embriagado, corrí hacia adelante con los brazos abiertos y saltando. Tanta era mi emoción que quise abrazar a mis semejantes. Los más cercanos retrocedieron. Comprendí que debía detenerme, pues obscuramente me daba cuenta de que había cometido una grave descortesía. Era demasiado tarde. Y cuando estaba cerca de una encantadora niñita, mi avergonzado maestro me llamó al orden, blandiendo una barra de hierro con la punta encendida al rojo blanco. La quemadura me hizo aullar. Me volví con ira. Mi maestro sacó su revólver y disparó al aire. (Debo reconocer que su frialdad y dominio de sí mismo eran admirables: la sonrisa no le abandonaba jamás.) En medio del tumulto se hizo la luz en mi. Comprendí mi error. Conteniendo mi dolor, confuso y sobresaltado, mascullé excusas. Hice una reverencia y desaparecí. Mis piernas flaqueaban y mi cabeza ardia. Un murmullo me acompañó hasta la puerta.
No vale la pena recordar lo que siguió, ni cómo una carrera que parecía brillante se apagó de pronto. Mi destino es obscuro, mi vida difícil, pero mis acciones poseen cierto equilibrio moral. Durante años he recordado los incidentes de la noche funesta: mi deslumbramiento, las sonrisas de mi maestro, mis primeros éxitos, mi estúpida borrachera de vanidad y el oprobio último. No se apartan de mí los tiempo febriles y esperanzados de aprendizaje, las noches en vela, el polvillo asfixiante, las carreras y saltos, el sonido del látigo, la voz de mi maestro. Esos recuerdos son lo único que tengo y lo único que alimenta mi tedio. Es cierto que no he triunfado en la vida y que no salgo de mi escondite sino enmascarado e impelido por la dura necesidad. Mas cuiando me quedo a solas conmigo y la envidia y el despecho me presentan sus caras horribles, el recuerdo de esas horas me apacigua y me calma. Los beneficios de la educación se prolongan durante toda la vida y, a veces, aún más allá de su término terrestre.


Octavio Paz

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