miércoles, 10 de junio de 2015

El primer cigarro

Envuelta en el copo de humo que se deja escapar de entre los labios cuando se quiere avivar el clavillo sofocado por la ceniza, va una sensación , un recuerdo muy lejano... Así, fue la primer fumada que dimos al cigarro hurtado a nuestro señor padre; así, sin que el humo bajara a la laringe a producir ese dejo amargo que hoy estimamos magnífico, sabroso, necesario,insubstituible.

La escena se reconstruye con pasmosa fidelidad: el cigarro estaba abandonado sobre el bufete, desertó de la cajetilla y allí estuvo mucho tiempo, hasta que fue advertido por nuestra mirada de pilluelo, que pasea y pasea sin cesar por todos los rincones, por todos los muebles, sin dejar un solo sitio, un solo adminículo, un espacio por pequeño que sea.

El tal cigarro había caído sobre un papel escrito y parecía una oruga atacada por un ejército de hormiguillas negras. Se nos ocurrió salvarla de aquel trance y, con la cara vuelta hacia el sitio por donde podía ocurrir una sorpresa, tendimos la mano, atrapamos el cigarro y con ansiedad lo hundimos en el bolsillo.
Allí fue a hacer compañía a un pedazo de pizarrín, a una media docena de huesos de chabacano, al pañuelo anudado en forma de conejo, a... todo un nido de barartijas que atiborraban el bolsillo hasta darle apariencia de una deformidad corporal.

Luego abandonamos el lugar de la tremenda hazaña y recorrimos la casa para asegurarnos de que la aventura podía seguir sin peligros.

Con la cara vuelta al rincón, examinamos detenidamente la cilíndrica envoltura. En aquel entonces la industria estaba en pañales; los papeles matizados eran rarísimos, y por los extremos de la canal no asomaban las mareñas del tabaco en hebras.
No, aquello era todo un proceso de laboriosidad: dentro de la hojita blanca, la hoja aromática se apretaba convertida en fragmentos; y para dar solidez a la envoltura, en las extremidades se hacía un doblez que, observado desde los distintos puntos de vista posible, se antojaba un ojo haciendo un guiño, un  muñón de pierna amputada, la mitad de una boca de vieja... Y deshaciendo aquel pliegue, descabezando -como se decía-, estaba a la vista una cola de gallina.

El cigarro hurtado pasó varias horas en su bolsillo, perdío su blancura por andarse rozando con los huesos y el pizarrín y con toda aquella cáfila de baratijas que viajaban por innumerables manos infantiles, que gozan de mala fama en cuestiones de aseo. La canal se ajó, el tabaco se puso en movimiento, quiso escapar y dio al traste con la esbelta figura cilíndrica.

Fue preciso violentar los acontencimientos, pero sobrevino un importante previo incidente: ¿Con qué encender aquel cigarro? La hornilla de la cocina era peligrosa por aquello de las relaciones maritornianas; la caja de cerillos del buró no estaba libre de acarrear una sorpresa que hubiera dado fin a la aventura; ¿Qué hacer?

¡Ah! -magnífico recuerdo-, en la repisa del santo que había en el cuarto de la criada, ardía una lámpara: la dificultad estaba resuelta.

Con no poco trabajo se logró trepar hasta tener al alcance las mística flama; pero un nuevo tropiezo se nos pone en el camino: "era un sacrilegio -al decir de la vieja sirvienta- encender cigarros en las lámparas dedicadas a los santos". Momento de vacilación; casi tenemos deseo de la imagen está vuelta hacia nosotros y sentimos una mirada de reproche.
De pronto viene una sorpresa agradable: hay una cabecita de cerillo al pie del vaso de las flores. ¡Magnífico!
La casualidad protege la aventura y podemos seguirla a nuestro antojo. Todo depende ya de elegir un sitio seguro; que sea a la vez escondite observatorio. Vamos resueltamente.

Las inocencias de la niñez son los medios de defensa que velan en todos los peligros en que se coloca la irreflexión. Un niño toma mil precauciones para hacer algo que le está prohibido; y al cabo de esa gran labor viene a incurrir en un detalle que sería de pésimas consecuencias para lo proyectado.
Nada se oponía ya a que fuésemos a fumar nuestro primer cigarro; pero sobrevino la idea de que aquello no tendría interés si no era presenciado por alguien que nos diese ocasión de envanecernos por la hazaña.
¿Quién podría ser el elegido? Precisamente el que menos; nuestro hermanito menor, un chiquitín que habla más de lo necesario, que de buenas a primeras espetará la historia a nuestros padres y que será irremisiblemente creído.
Sí, él nos acompaña, comprende bien la enormidad de la aventura y también guiña su ojo en son de malicia.

La realización del delito va a ponerse en planta. Las manos torpes, pequeñas y temblorosas, comienzan la faena. Se deshacen las cabezas y se intenta el movimiento de torcer que hemos visto en otros dedos; la rebeldía del tabaco es desesperante; tan pronto se logra acomodar en un extremo como se escapa por el contrario; la canal está hecha un imposible de maculaciones, ajamientos y roturas. Convencionalmente admitidos que aquello está arreglado.

Las miradas del hermanito han seguido nuestra faena; ya se le advierte emocionado, ya nos sonríe como queriéndonos decir que le causa placer estar en la aventura.

Es indescriptible el momento de frotar la cabecita del cerillo en la pared del rincón escogido para teatro de los acontecimientos. ¡Si se apaga!

Brota la llama dejando escapar una corona de humo. En la penumbra, aquella luz da a nuestros semblantes un tono de lividez. La mano temblorosa acierta a colocar entre los labios una extremidad del cigarro, mientras la otra baila un movimiento de miedo en la flama azul del cerillo.

Se escapa el primer cono de humo... Así así nos supo, como cuando ahora queremos avivar el clavillo sofocado por la ceniza.
Las fumadas se repitieron sin interrupción, evitando que el hermanito observara que nos producía mal efecto el sabor amargo de la nicotina.
luego le tendimos la colilla y él también fumó, escupiendo y pasándose el dorso de una mano por los labios, mientras que con la otra se restregaba un ojito que el humo hizo llorar.

La hazaña está cimplida. Pasa el tiempo, y el mal sabor de la boca persiste. En los alimentos y en las golosinas se halla un amargor penetrante que recuerda, con la intranquilidad de la conciencia, la consumación del delito.

De pronto sentimos como que alguno nos clava los dedos en las sienes: el estómago protesta; necesitamos la cama, el reposo, la obscuridad.

Y nuestra madre, inquieta, se acerca a preguntarnos lo que sentimos; nos pasa la mano por la frente sudorosa, y en un momento de suprema angustia acerca sus labios a nuestros labios y nos besa...
Todo está descubierto.

-¡Qué bonitas gracias, muchacho pillo: has fumado!
Y una vocecita aguda agrega con alegría:
-Y yo también, mamá.
Imposible toda defensa; ¡Ay de nosotros cuando llegue nuestro señor padre!


Luis Farías Fernández



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