jueves, 25 de junio de 2015

Amistad

Monsieur René, un francés propietario de un restaurante de la ciudad de México, se percató una tarde de la presencia de un negro de tamaño mediano, sentado cerca de la puerta abierta, sobre la banqueta. Miraba al restaurantero con sus agradables ojos cafés, de expresión suave, en los que brillaba el deseo de conquistar su amistad.

El perro, al darse cuenta de que el francés lo miraba con atención, movió la cola, inclinó la cabeza y abrió el hocico en una forma tan chistosa que al restaurantero le pareció que le sonreía cordialmente.
No pudo evitarlo, le devolvió la sonrisa y por un instante tuvo la sensación de que un rayito de sol le penetraba al corazón calentándoselo.
Moviendo la cola con mayor rapidez, el perro se levantó ligeramente, volvió a sentarse y en aquella posición avanzó algunas pulgadas hacia la puerta, pero sin llegar a entrar al restaurante.
Considerando aquella actitud en extremo cortés para un perro callejero hambriento, el francés no pudo contenerse. De un plato recién retirado de una mesa, tomó un bistec que el cliente había tocado apenas.
Sosteniéndolo entre sus dedos y levantándolo, fijó la vista en el perro y con un movimiento de cabeza lo invitó a entrar a tomarlo. El perro, moviendo no soló la cola, sino toda su parte trasera, abrió y cerró el hocico rápidamente, lamiéndose los bordes con su rosada lengua, tal como si ya tuviera el pedazo de carne entre las quijadas.
Sin embargo, no entró, a pesar de comprender, sin lugar a dudas, que el bistec estaba destinado a desaparecer en su estómago.
El francés salió de atrás de la barra y se aproximó a la puerta llevando el bistec, que agitó varias veces ante la nariz del perro, entregándoselo finalmente.
Cuando hubo terminado, se levantó, se aproximó a la puerta, se sentó cerca de la entrada esperando a que el francés advirtiera nuevamente su presencia. En cuanto el hombre se volvió a mirarle, el perro se levanto, movió la cola, sonrió con aquella expresión graciosa que daba a su cara, y movió la cabeza de modo que sus orejas se bambolearan.
El restaurantero pensó que el animal se aproximaba en demanda de otro bocado. Pero cuando al rato se acercó a la puerta llevándole una pierna de pollo casi entera, seencontró con que el perro había desaparecido. Entonces comprendió que el can había vuelto a darle las gracias.
Olvidando casi enseguida el incidente, el francés consideró al perro como a uno más de la legión de callejeros que suelen visitar los restaurantes de vez en cuando.

Al día siguiente, sin embargo, aproximadamente a la misma hora, el perro volvió a sentarse a la puerta abierta del restaurante.
Monsieur René, le sonrió como a un viejo conocido, y el perro le devolvió la sonrisa con aquella expresión cómica de su cara que tanto gustaba al dueño de este lugar.
El francés hizo un movimiento de cabeza para indicarle que podía aproximarse y tomar gratis, junto al mostrador, su comida. El perro sólamente dio un paso hacia adelante, sin llegar a entrar.
El francés juntó sus dedos y los hizo tronar al mismo tiempo que miraba al perro para hacerle entender que debía esperar algunos minutos hasta que de alguna mesa recogieron un plato con carne, y para gran sorpresa del restaurantero, el perro interpretó perfectamente aquel lenguaje digital.
Cuando más o menos cinco minutos después una de las meseras recogió en una charola los platos de algunas mesas, el propietario le hizo una seña y de uno de ellos tomó las respetables sobras de un gran chamorro, se aproximó al perro, agitó durante unos segundos el hueso ante sus narices y por fin se lo dio. El perro lo tomó de entre los dedos del hombre con la misma suavidad que se lo hubiera quitado a un niño. E igual que el día anterior, se retiró un poquito, se tendió en la banqueta y disfrutó de su comida.
Monsieur René, recordando el gdesto del día anterior, tuvo curiosidad por saber qué haría en esa ocasión una vez que terminara de comer y si su actitud del día anterior había obedecido a un simple impulso o a su buena educación. Lo atisbó con el rabillo del ojo evitando intencionalmente verle de lleno. Dos, tal vez tres transcurrieron para que el francés se decidiera a mirar frente a frente al animal. Inmediatamente éste se levantó, movió la cola, sonrió ampliamente en su manera chistosa y desapareció.
A partir de entonces el restaurantero tuvo siempre preparado un jugoso trozo de carne para el perro. El animal llegaba todos los días. Así transcurrieron cinco o seis semanas sin que ningún cambio ocurriera en las visitas del perro. El francés había llegado a mirar a aquel animal negro, callejero, como su cliente más fiel considerándolo además como su mascota.

A últimas fechas, después de dar de comer al perro, solía hacerle algunos cariños. El animal, con el bistec en el hocico esperaba hasta que el hombre acabara de acariciarlo. Después, y nunca antes, se dirigía a sus sitio acostumbrado en la banqueta, se tendía y disfrutaba de su carne. Y como siempre, al terminar volvía a aproximarse a la puerta, movía la cola, sonreía y expresaba a su manera: "¡Gracias, señor; hasta mañana a la misma hora!" Entonces y no antes se daba la vuelta y desaparecía.

Un día, Monsieur René fue insultado terriblemente por uno de sus clientes, a quien se le había servido un bolillo tan duro, que al morderlo creyéndolo suave, se rompió un diente artificial.
Frenético, el francés llamó por teléfono al panadero para decirle que era un canalla desgraciado, que era una rata infeliz, a lo que el panadero contestó con otro de esos recordatorios de familia y algunos otros vocablos que, al ser oídos, haría palidecer a un diablo en el infierno.
Monsieur René, rojo como un tomate, volvió a la barra. Desde allí advirtió la presencia de su amigo, el perro negro. Al mirar a aquel can allí sentado, meneando la cola alegremente  y sonriendo, el francés, cegado por la ira y arrebatado por un impulso repentino, tomó el bolillo duro que tenía enfrente sobre la barra y lo arrojó con todas sus fuerzas sobre el animal.
El perro había visto claramente el movimiento del restaurantero. Lo había mirado tomar el bolillo, se había percatado de sus intenciones y lo había visto lanzarlo por el aire en contra suya.
Un simple movimiento de cabeza le habría bastado para salvarse del golpe. Sin embargo, no se movió. Sostuvo fija la mirada de sus ojos suaves y cafés, sin un pestañeo, en el rostro del francés, y aceptó el golpe valientemente.
El bolillo cayó a corta distancia de sus dos patas delanteras. El perro no lo miró como a una cosa muerta, sino como un ente viviente que saltaría sobre él en cualquier momento.
Quitó la vista del bolillo, recorrió con su mirada el suelo, después la barra y terminó fijándola en la cara del francés. Allá la clavó como magnetizado.
En aquellos ojos no había acusación alguna, sólo profunda tristeza, la tristeza de quien ha confiado infinitamente en la amistad de alguien e inesperadamente se encuentra traicionado, sin encontrar justificación para semejante actitud.
De pronto, dándose cuenta de lo que había hecho en aquel momento, el francés se sobresaltó tanto como si acabara de matar a un ser humano... Miró por unos cuantos minutos a la puerta con una expresión de completo vacío en los ojos del can. Instantáneamente volvió la vista y observó el plato de un cliente que enfrente de él clavaba el tenedor en el bistec que acababan de servirle.
Con movimiento rápido, tomó el bistec del plato del asombrado cliente, y agitándolo entre los dedos, salió a la calle, y al descubrir al perro corriendo por la cuadra siguiente, se lanzó tras él, silbando y llamándolo, pero lo perdió de vista.
Dejó caer el bistec y regresó a su restaurante cansado y cabizbajo.
-Perdóneme, señor- dijo al cliente, a quien ya se había servido otro bistec. Perdóneme, amigo, pero el bistec no estaba bueno; además quise darselo a alguien que lo precisaba más que usted. Disculpe y ordene cualquier platillo que le guste, a cuenta de la casa.
Monsieur René se consolaba diciéndose que el perro volvería al día siguiente. Pero mientras más intentaba olvidarlo diciéndose a sí mismo que no valía la pena preocuparse, menos le era posible expulsarlo de su mente.

A las tres y media en punto, apareció el perro y se sentó en el sitio usual cerca de la puerta. Ya sabía yo que vendrías, se dijo el francés, sonriendo satisfecho. Dejaría de ser perro si no hubiera ocurrido por el almuerzo.
Sin embargo, le decepcionaba comprobar lo que decía. Había llegado a gustar del animal si no que a quererlo, y lo juzgaba diferente de los otros, orgulloso y distinguido. De cualquier modo, le agradaba que el perro hubiera vuelto y le perdonaba su aparente falta de delicadeza.
El can se sentó, mirandolo con sus ojos suaves y apacibles.
Saludándolo con amplia sonrisa, Monsieur René esperaba ver retratarse en su cara aquella expresión chistosa con la que compañaba siempre los meneos de su rabo cuando contestaba a su invitación de acercarse.
El perro permaneció inmóvil y con el hocico cuando vio hombre tomar el bistec y agitarlo detrás de la barra desde donde, con un movimiento de cabeza, le indicaba que podía pasar a almorzar, pretendiendo infundirle confianza. Pero éste no se movió de sitio. Miró fijamente a la cara del francés como si tratara de hipnotizarlo.
Una vez más el hombre agitó el trozo de carne y se pasó la lengua por los labios haciendo hmmnlmhmm para despertar el apetito del perro. A aquel gesto, el animal contestó moviendo ligeramente el rabo, pero se detuvo de pronto, reflexionando al parecer en lo que hacía.
El francés abandonó a sus clientes de la barra y se aproximó a la puerta con el bistec entre los dedos.
Cuando el animal lo vio aproximarse se contentó con levantar la vista sin moverse. Cuando el hombre vio que no tomaba la carne, lejos de enojarse o de perder la paciencia, dejó caer el trozo entre las patas delanteras del perro. Entonces acarició al animal que contestó con un ligerísimo movimiento de cola, sin apartar la vista del francés. Después bajó la cabeza, olió el bistec sin interés, se volvió a mirar nuevamente al hombre, se levantó y se fue.
El frances le vio caminar por la banqueta rozando los edificios sin volver la vista hacia atrás. Pronto desapareció entre las gentes que transitaban por la calle.

Al día siguiente, puntual como siempre, el perro llegó a sentarse a la puerta, mirando a la cara de su amigo perdido.
Y volvió a ocurrir lo del día anterior. Cuando el francés se presentó con un trozo de carne entre los dedos, el perro se concretó a mirarle sin interesarse lo mínimo por el jugoso bistec colocado a su lado en el suelo.
Otra vez, sin dejar de verlo, movió el rabo ligeramente cuando el hombre lo acarició y le tiró de las orejas.
De pronto se paró, empujó con la nariz la mano que le acariciaba, la lamió una y otra vez durante un minuto, volvió a mirar al francés y sin oler siquiera la carne dio la vuelta y se fue.
Aquélla fue la última vez que Monsieur René vio al perro porque jamás volvió al restaurante, ni se le vio más por los alrededores.



Bruno Traven


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