viernes, 16 de octubre de 2015

El mortal inmortal

16 de julio de 1833: Celebro un aniversario memorable para mí: ¡cumplo trescientos
veintitrés años!
¿El Judío Errante? Definitivamente, no. Él ha visto nacer el día durante más de
dieciocho siglos. En comparación, soy un inmortal bastante joven.
¿Soy entonces inmortal? Es una pregunta que me he hecho a mí mismo día y noche a lo
largo de mis ahora trescientos veintitrés años y para la que, sin embargo, no hallo
todavía respuesta. He descubierto una cana entre mis rizos castaños hoy mismo, lo que
seguramente implica cierta decadencia, aunque también podría haber estado allí oculta
desde hace trescientos años, puesto que a algunas personas el cabello se les vuelve
completamente blanco antes de cumplir los veinte.
Contaré mi historia y el lector juzgará por mí. Así podré entretenerme al menos durante
algunas horas, en medio de una larga eternidad que ya se me hace aburrida. ¿Es posible
vivir para siempre? He sabido de encantamientos en los que las víctimas caen en un
profundo sueño para despertar, cien años después, tan jóvenes como siempre. He oído
hablar de los Siete Durmientes, así que ser inmortal no debería ser una carga tan
abrumadora. ¡Pero es demasiado el peso del tiempo sin fin, el tedioso transcurrir de las
horas que se suceden infinitamente! ¡Feliz el legendario Nourjahad!. Pero vuelvo a mi
tarea.

Todo el mundo ha oído hablar del gran alquimista y filósofo Cornelius Agrippa. Su
recuerdo es tan inmortal como sus artes. Igualmente, todo el mundo conoce la historia
de uno de sus aprendices, quien, estando ausente Cornelius, liberó en un descuido a un
espíritu maligno que luego acabó con él. Las historias sobre este suceso, ciertas o no, le
causaron muchos problemas al renombrado filósofo y alquimista. Todos los demás
aprendices lo abandonaron al mismo tiempo y sus asistentes desaparecieron. No tenía a
nadie que se ocupara de alimentar sus eternos fuegos mientras él dormía, o que
observara los cambios de color en las pócimas que preparaba cuando estudiaba. Sus
experimentos fracasaban uno tras otro, por falta de manos para llevarlos a cabo. Los
espíritus malignos se reían de él porque no lograba retener a ningún mortal bajo su
servicio.
Entonces yo era muy joven, muy pobre y estaba muy enamorado. Había sido pupilo de
Cornelius durante al menos un año, aunque me encontraba ausente cuando se produjo el
mencionado suceso. A mi retorno, mis amigos me imploraron que no volviese a la
morada del alquimista. Temblé al oír la funesta historia que me contaron pero no
necesité una segunda advertencia. Cuando Cornelius me ofreció una bolsa llena de oro
si me quedaba con él, sentí como si el propio Satanás me estuviera tentando. Mis
dientes castañetearon, el cabello se me erizó y salí corriendo tan rápido como me lo
permitieron mis temblorosas rodillas.
Con andar vacilante huí hacia el lugar al que acudía cada tarde durante los dos últimos
años: un arroyo donde borboteaba suavemente el agua cristalina, junto al que paseaba
una muchacha de pelo oscuro; sus radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo
acostumbraba a recorrer todos los días.
No puedo recordar ni un sólo momento en el que no haya amado a Bertha. Habíamos
sido vecinos y compañeros de juego desde nuestra más tierna infancia. Sus padres,
como los míos, eran de condición humilde, aunque respetables, y el cariño que nos
profesábamos complacía a ambas familias. Un mal día una fiebre maligna se llevó a los
padres de Bertha, y quedó huérfana. Mi familia le hubiese dado un hogar, pero,
desdichadamente, una vieja dama que vivía en un castillo cercano, rica, solitaria y sin
hijos, hizo saber su intención de adoptarla. Así pues, mi querida amiga, se vio vestida de
seda y viviendo en un palacio de mármol.
Todos creían que la fortuna la había favorecido. No obstante, pese a su nueva situación
y a sus nuevas amistades, ella permaneció fiel al amigo de sus días humildes y visitaba
con frecuencia la cabaña de mi padre, hasta que se le prohibió hacerlo. Entonces,
empezó a pasear por un bosque cercano, donde nos encontrábamos, al pie de una
sombreada fuente.
Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su protectora que pudiera igualar el
cariño que nos unía. Pero yo era muy pobre para ofrecerle una vida juntos y empezó a
cansarse de tener tantos problemas por mi culpa.
Era altiva e impaciente y se enfadaba por los obstáculos que se interponían entre
nosotros. Estuvimos bastante tiempo sin vernos. Cuando volvimos a encontrarnos me
hizo saber que las dudas la habían afligido. Se quejó amargamente y casi me reprochó el
hecho de ser pobre. Yo respondí al instante:
—¡Seré pobre pero al menos soy honesto! Si no lo fuera, podría ser rico muy pronto.
Un millar de preguntas siguieron a esta exclamación. Temí asustarla si le contaba la
verdad, pero logró sacármela. Con una mirada de desdén me dijo:
—Pretendes amarme y, sin embargo, temes enfrentarte al diablo por mí.
Protesté diciéndole que lo único que temía era ofenderla, mientras ella sólo hablaba
sobre la magnitud de la recompensa que yo recibiría de Cornelius si me decidía a
trabajar con él. Animado, aunque también avergonzado, por sus palabras, dejándome
llevar por el amor y la esperanza y riéndome de mis recientes temores, volví donde el
alquimista rápidamente con el corazón alegre, y acepté su oferta. De inmediato me vi
instalado en mi puesto.

Pasó un año. Tenía en mi poder una suma nada despreciable de dinero y el tiempo había
hecho que desaparecieran mis temores. Pese a mi constante vigilancia, jamás descubrí
huellas de seres extraños, ni el silencio de nuestra morada fue perturbado por aullidos
demoniacos. Todavía continuaba viendo a Bertha a escondidas y la esperanza renacía en
mí. La esperanza, pero no la felicidad total, ya que Bertha consideraba que el amor y la
seguridad eran enemigos y se complacía en hacérmelo saber. Aunque tenía buen
corazón, era también algo coqueta y a veces hacía que enloqueciera de celos. Me
despreciaba de mil maneras y jamás aceptaba haberse equivocado. Me volvía loco para
hacer que me enfadara y luego me obligaba a que le pidiera perdón. A veces
consideraba que yo no era lo suficientemente sumiso y salía con el cuento de algún rival
que sí gozaba de los favores de su protectora. Se rodeaba de jóvenes vestidos en trajes
de seda, ricos y alegres. ¿Qué posibilidades tenía el aprendiz de Cornelius, vestido con
humildes ropas, de compararse con ellos?
Cierta vez, el alquimista me requirió mucho tiempo, por lo que no pude encontrarme
con Bertha como habría sido mi deseo. Estaba ocupado en una tarea importante y yo no
tenía más remedio que permanecer día y noche alimentando sus hornos y vigilando sus
preparados químicos. Bertha me esperó en vano junto a la fuente. Su espíritu altanero se
enfureció ante esta falta, y cuando finalmente pude robarle unos minutos a mi tarea,
esperando ser consolado por ella, me recibió con desdén y me echó de su lado en medio
de burlas, diciéndome que cualquier hombre, excepto aquel que no podía estar en dos
sitios a la vez por ella, tendría su mano. ¡Se vengaría! Y ciertamente, lo hizo. Mientras
me encontraba en mi triste retiro me enteré de que había estado cazando junto a Albert
Hoffer, quien gozaba del favor de su protectora. Los tres pasaron montando a caballo
delante de mi oscura ventana. Me pareció oír mi nombre, seguido de risas burlonas,
mientras que los ojos oscuros de Bertha miraban con desprecio hacia donde yo estaba.

Los celos, con todo su veneno y miseria, se apoderaron de mí. Derramé incontables
lágrimas pensando en que nunca sería mía, para luego maldecir su inconstancia. Sin
embargo, no podía permitirme dejar de atender los fuegos del alquimista y prestar
atención a los cambios de sus incomprensibles brebajes.
Cornelius había permanecido sin dormir y ni tan siquiera pudo cerrar los ojos durante
tres días con sus noches, mientras vigilaba sus mezclas. El progreso de su trabajo iba
más lento de lo que esperaba y, pese a todo su nerviosismo, los ojos se le cerraban por
el sueño. Una y otra vez espantaba la somnolencia con una energía sobrehumana y una
y otra vez esta volvía. Contemplaba sus crisoles con cierta preocupación:
—Aún no está a punto —murmuraba—. ¿Tendrá que pasar todavía otra noche antes de
que lo consiga? Winzy, tú eres cuidadoso, leal, tú has dormido, muchacho… Dormiste
la noche pasada. Cuida tú este recipiente de cristal. El líquido que contiene es de un rosa
pálido. En cuanto empiece a cambiar, me despiertas, así podré al menos descansar la
vista hasta ese momento. Primero cambiará a blanco y luego emitirá destellos dorados.
Pero no esperes hasta entonces, en cuanto el rosa pálido desaparezca, despiértame.
Apenas pude oír sus últimas indicaciones, dichas cuando ya estaba prácticamente
dormido. Pero incluso entonces, volvió a la carga, sin rendirse completamente al sueño.
—Winzy, muchacho —dijo nuevamente—, no toques el recipiente, no vayas a beber la
pócima. Es un filtro, un filtro que cura el amor. ¿No querrás dejar de amar a tu Bertha,
verdad? ¡Entonces, cuidado con beber!
Por fin se durmió. Su venerable cabeza descansaba hundida en su pecho y se podía
escuchar su respiración regular. Durante unos minutos observé el recipiente: el tono
rosa del líquido permanecía inalterable. Después me dejé llevar por mis pensamientos
que me transportaron a la fuente y recrearon un millar de agradables escenas que nunca
más volverían. ¡Nunca jamás! Serpientes y víboras anidaron en mi cabeza mientras la
palabra NUNCA salía de mis labios de forma involuntaria. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel!
Nunca más me sonreiría como lo había hecho esa tarde con Albert. ¡Mujer despreciable
y odiosa! Me desquitaría. Vería a Albert morir a sus pies y ella moriría después. Había
sonreído burlona y triunfalmente. Conocía mis miserias y su poder. ¿Pero qué poder
tenía ella realmente? El poder de suscitar mi odio, mi desprecio, mi… ¡Todo menos mi
indiferencia! ¿Sería capaz de mirarla impasible y transformar mi maltrecho amor en un
cariño menos vehemente? ¡Eso sería una auténtica victoria!
Un deslumbrante resplandor iluminó mis ojos. Me había olvidado de la pócima. La
observé con curiosidad: destellos de una belleza admirable, más brillantes que los del
diamante bajo el sol, emergían de la superficie del líquido y un olor intenso y agradable
se apoderaba de mis sentidos. El recipiente parecía un globo radiante, precioso a la
vista, que invitaba a ser probado. El primer pensamiento que se me cruzó por la cabeza,
seguramente inspirado por mis instintos más animales, fue que tenía, que debía, beber.
Levanté el recipiente y me lo llevé a los labios. «¡Me curará el mal de amores, me
librará de la tortura!». Ya había bebido más de la mitad del licor más delicioso jamás
probado por ningún paladar humano, cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé
caer el recipiente. El líquido ardió y se expandió por todo el suelo mientras sentía que
Cornelius me asía por la garganta y chillaba:
—¡Infeliz! ¡Has destruido el trabajo de toda mi vida!

El alquimista no se dio cuenta en absoluto de que yo había bebido parte del líquido. Lo
que pensó fue, y yo no lo contradije, que al coger el recipiente por curiosidad y que al
asustarme por la brillantez de la pócima y por los intensos destellos luminosos que
emergían de ella, la había dejado caer. Nunca lo saqué de su engaño. El fuego del
preparado se apagó, su fragancia desapareció y Cornelius recuperó la calma, como
hacen los filósofos ante las más duras pruebas, enviándome a descansar.
No intentaré describir los sueños de dicha y gloria que me llevaron al paraíso en las
horas restantes de aquella noche memorable. Las palabras no son capaces de describir
en profundidad la alegría y el gozo que se sentía al despertarme. Flotaba en el aire, mis
pensamientos estaban en el cielo, la tierra era el mismo cielo, y mi herencia en ella era
la felicidad completa. «Esto es lo que significa estar curado de amor», pensé. «Veré a
Bertha hoy y encontrará a su enamorado frío y despreocupado, demasiado feliz para
mostrarse desdeñoso, y sin embargo, ¡completamente indiferente hacia ella!
Las horas pasaron volando. El filósofo, seguro de poder repetir el éxito obtenido en la
anterior ocasión, empezó a preparar la misma pócima una vez más. Se encerró con sus
libros y sus drogas y me dio el día libre. Me vestí cuidadosamente. Me contemplé en un
viejo pero pulido escudo que me sirvió como espejo. Me pareció que me veía más
apuesto que nunca. Me dirigí apresuradamente a las afueras de la ciudad, con el espíritu
alegre, disfrutando de la belleza del cielo y de la tierra que me rodeaban. Fui hacia el
castillo: podía contemplar sus altivas torres con el corazón ligero porque estaba curado
de amor. La que antes fue «mi Bertha» me divisó a lo lejos, mientras me acercaba por el
camino. No sé qué impulso animaba su corazón, pero al verme, saltó como un corzo y
bajando por la escalera de mármol echó a correr hacia mí. No fue la única en notar mi
presencia. La arpía de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que era en
realidad su tirana, me había visto también. Renqueando y jadeando se dirigió a la
terraza. Un paje, tan horrible como ella misma, corría tras ella y la abanicaba mientras
avanzaba a toda prisa para detener a mi hermosa muchacha a quien dijo:
—¿Qué ocurre, descarada jovencita? ¿A dónde vas con tanta prisa? ¡Vuelve a tu jaula,
que hay halcones rondando!
Bertha apretó los puños, mientras sus ojos continuaban aún fijos en mí. Pude ver su
lucha interior. Cómo odié a la vieja bruja que quería frenar los impulsos del corazón
ablandado de mi Bertha. Hasta el momento, por respeto a su alcurnia, había evitado a la
señora del castillo; ahora desdeñaba esas consideraciones tan triviales. Estaba curado de
amor y me elevaba por encima de todos los miedos humanos. Me apresuré hacia la
terraza y pronto alcancé a Bertha. ¡Qué encantadora lucía! Sus ojos despedían fuego,
sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia, estaba más bella y atractiva que
nunca. Ya no la amaba, claro que no… la adoraba, la reverenciaba, ¡la idolatraba!
Esa mañana la vieja bruja la había presionado con más vehemencia que la usual para
que diera su consentimiento a casarse de forma inmediata con mi rival. La arpía le
reprochaba el haberle dado ánimos y esperanzas y la amenazó con echarla de casa, de
forma vergonzosa y cubierta de desgracia. El espíritu orgulloso de Bertha se soliviantó
ante esa amenaza, pero al recordar cómo se había burlado de mí y pensando que había
perdido para siempre a la persona que ahora veía como a su único amigo, lloró de
remordimiento y rabia. Justo en ese momento hice mi aparición.
—¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a la cabaña de tu madre. Rápido, aléjame de los
lujos y la desgracia que habitan en esta casa de nobles. Llévame a la pobreza y a la
felicidad.
La abracé con fuerza, sintiéndome feliz. La vieja dama se quedó sin palabras por la ira y
se deshizo en insultos sólo cuando ya estábamos lejos, camino a la casa de mis padres.
Mi madre recibió con ternura y alegría a la bella fugitiva que había escapado de una
jaula dorada para recuperar la libertad. Mi padre, que también la quería mucho, le dio la
bienvenida calurosamente. Fue un día glorioso, en que no me hizo ninguna falta la
poción del alquimista para sentir una alegría plena.

Poco después, me casé con Bertha. Dejé de ser el aprendiz de Cornelius, pero continué
siendo su amigo. Siempre le estuve agradecido por haberme proporcionado aquel
delicioso trago de un elixir divino, aunque no fuera consciente de ello, que, en vez de
curarme de amor (¡Triste cura! Un remedio solitario y sin alegría, para males que más
parecen bendiciones), me había dado el coraje y la resolución con que había logrado
obtener el inestimable tesoro de mi Bertha.
A menudo recuerdo maravillado ese período de trance, semejante a la embriaguez. El
brebaje de Cornelius no cumplió el cometido para el cual, según afirmaba el alquimista,
había sido preparado, pero sus efectos fueron más potentes y felices de lo que pueden
expresar las palabras. Poco a poco fueron desapareciendo, aunque durante mucho
tiempo continuaron pintando mi vida de colores bellísimos. Bertha se admiraba con
frecuencia por la ligereza de mi corazón y por mi desacostumbrada alegría, ya que en el
pasado mi ánimo había tendido a ser más bien serio, incluso triste. Ahora me quería aún
más por mi buen temperamento y nuestros días transcurrían llenos de júbilo.

Cinco años después fui repentinamente llamado a la cabecera de Cornelius, que
agonizaba. Me había hecho buscar apresuradamente, requiriendo mi presencia
inmediata. Lo encontré tendido en su jergón, mortalmente debilitado. Toda la vida que
le restaba animaba sus penetrantes ojos, fijos en un recipiente de vidrio que contenía un
líquido rosado.
—He aquí —dijo con una voz rota y profunda— la inutilidad de los deseos humanos.
Por segunda vez mis esperanzas estaban a punto de verse realizadas y por segunda vez
se ven destruidas. Observa esta pócima. Recordarás que hace cinco años también la
preparé, con igual éxito. Entonces, como ahora, mis labios sedientos anhelaban probar
el elixir inmortal que tú me arrebataste. Y ahora es demasiado tarde.
Habló con dificultad y se dejó caer nuevamente en la almohada. No pude evitar decir:
—¿Pero, querido maestro, cómo podría una cura de amor devolver la vida?
Una débil sonrisa brilló en su rostro mientras yo intentaba escuchar con gran interés su
casi incomprensible respuesta.
—Una cura para el amor y para todo: el Elixir de la Inmortalidad. ¡Ah, si tan sólo
pudiera beber ahora, viviría para siempre!
Mientras hablaba, un destello dorado brotó del fluido y una fragancia que yo recordaba
bien se extendió por el aire. Cornelius se incorporó, pese a su debilidad. Parecía como si
las fuerzas le hubieran vuelto milagrosamente. Extendía sus manos hacia el recipiente,
cuando una fuerte explosión me sobresaltó. Un rayo de fuego brotó del elixir… ¡y el
recipiente de cristal quedó reducido a átomos! Me volví a mirar al filósofo, que se había
desplomado. Sus ojos estaban vidriosos, sus facciones rígidas. ¡Había muerto!
Pero yo vivía, ¡y viviría para siempre! Al menos así lo había dicho el desafortunado
alquimista y durante unos cuantos días así lo creí yo. Recordé la gloriosa embriaguez
que sentí tras haber bebido el líquido robado. Reflexioné sobre los cambios que
experimenté en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del primero, el optimismo
luminoso de la segunda. Me inspeccioné a mí mismo en un espejo y percibí que mis
rasgos no habían sufrido ningún cambio durante los últimos cinco años. Recordé los
colores radiantes y el grato aroma de aquel delicioso brebaje, dignos del don que era
capaz de conceder. Era, pues, ¡INMORTAL!
Algo después me reía de mi credulidad. El viejo proverbio que dice que «nadie es
profeta en su tierra» era cierto con respecto a mí y a mi viejo maestro. Lo apreciaba
como hombre y lo respetaba como sabio, pero la idea de que pudiera haber dominado
los poderes de las tinieblas me parecía ridícula y me reí de los miedos supersticiosos
que inspiraba a los demás. Había sido un sabio filósofo, pero no había tenido ninguna
relación con espíritu alguno, excepto con aquellos revestidos de carne y hueso. Su saber
era simplemente humano y pronto me persuadí de que la ciencia de los hombres nunca
podría conquistar las leyes de la naturaleza ni lograr atrapar eternamente al alma dentro
de su prisión carnal. Cornelius había conseguido crear una bebida capaz de refrescar el
espíritu, más embriagadora que el vino, más dulce y fragante que cualquier fruta;
probablemente poseía enormes poderes curativos y era capaz de llenar el corazón de
júbilo y el cuerpo de vigor, pero sus efectos no eran eternos. De hecho, ya estaban
disminuyendo. Yo había sido afortunado por haber bebido un sorbo de salud y alegría, y
tal vez de larga vida, gracias a mi maestro. Pero mi buena suerte acababa allí. La
longevidad es muy distinta de la inmortalidad.

Continué pensando de esta manera durante muchos años. A veces alguna idea peregrina
pasaba por mi cabeza: ¿tendría acaso razón el alquimista? Pero normalmente creía que
yo compartiría el destino de todos los hijos de Adán cuando me llegara la hora. Tal vez
algo más tarde, pero dentro de una edad natural. Sin embargo, no dejaba de ser verdad
que mantenía un aspecto sorprendentemente juvenil. Todos se reían de mi vanidad por
estar mirándome ante el espejo con tanta frecuencia. De nada me servía: mi frente no
tenía arrugas, mis mejillas, mis ojos, toda mi persona, continuaban tan lozanos como
cuando tenía veinte años.
Me sentía turbado. Contemplaba la belleza marchita de Bertha… Yo parecía más su hijo
que su marido. Poco a poco nuestros vecinos empezaron a hacer esas mismas
observaciones y descubrí que finalmente me llamaban el «aprendiz embrujado». La
propia Bertha empezó a sentirse incómoda. Se volvió celosa e irritable y al poco tiempo
comenzó a hacerme preguntas. No teníamos hijos y lo éramos todo el uno para el otro.
Y sin embrago, al envejecer, su espíritu vivaz se volvió algo propenso al mal genio y su
belleza disminuyó. Yo la seguía amando con todo mi corazón como a la jovencita que
había idolatrado, como a la mujer que había elegido y conseguido gracias a mi ferviente
amor por ella.
Finalmente nuestra situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años, yo
aparentaba veinte. Yo había adoptado en cierta medida y con algo de vergüenza los
hábitos propios de una edad madura. Ya no asistía a los alegres bailes de los jóvenes,
aunque mi corazón saltaba con ellos mientras procuraba refrenar mis pies. Los viejos de
nuestro pueblo empezaron a sentir pena por mí. La situación se hizo cada vez peor.
Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros, al menos de mí, que teníamos tratos
deshonestos con los demonios con los que mi antiguo maestro supuestamente se había
relacionado. Todos tenían lástima de la pobre Bertha, pero aún así la dejaban de lado. A
mí me miraban con horror y odio.
¿Qué podíamos hacer? Un invierno nos sentamos a pensar frente al fuego. La pobreza
había llegado a nuestras vidas, ya que nadie quería comprar los productos de nuestra
granja y con frecuencia había tenido que viajar lejos, a algún lugar donde no me
conocieran, para poder vender mis cosechas. Afortunadamente habíamos ahorrado algo
para los malos tiempos y ahora… Ahora habían llegado.
Permanecimos sentados solos frente a nuestra chimenea, el joven con corazón de
anciano y su envejecida mujer. Una vez más, Bertha insistió en saber la verdad.
Recapituló todo lo que había oído decir de mí y añadió sus propias observaciones. Me
conminó a invertir el hechizo; dijo que unas sienes plateadas me convendrían mucho
más que mis rizos castaños; señaló la reverencia y el respeto que proporcionan la edad,
preferibles a la distraída atención que se presta a los niños. ¿Es que acaso pensaba que
los despreciables dones de la juventud y la buena apariencia pesaban más que la
desgracia y que el odio y la burla de todos? No, al final sería quemado por mis tratos
con la magia negra, mientras que ella, con quien no me había dignado a compartir ni
una pequeña parte de mi buena suerte, sería apedreada como mi cómplice. Poco después
insinuó que debía confesarle mi secreto y concederle los beneficios que yo ya disfrutaba
o me denunciaría… Al acabar de decir esto rompió en llanto.
Aunque lleno de dudas, pensé que lo mejor era decirle la verdad. Se la conté lo más
dulcemente que pude, hablándole sólo de una vida muy larga, no de inmortalidad, lo
que de hecho yo creía. Cuando terminé, me levanté y dije:
—Y ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo
sé. Pero es muy duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir por mi envenenada buena
suerte y las artes malditas de Cornelius. Te dejaré, bienes suficientes y tienes amigos
que volverán a ti cuando yo me haya ido. Me marcharé, puesto que parezco joven, tengo
fuerzas suficientes y podré trabajar y ganar mi sustento entre extraños, donde nadie
sospeche de mí ni me conozca. Te amé en mi juventud. Dios es testigo de que no te
abandonaría en la vejez, pero tu seguridad y felicidad dependen de ello.
Cogí mi gorra y me dirigí a la puerta. Al instante los brazos de Bertha rodearon mi
cuello y sus labios apretaron los míos.
No, marido mío, mi Winzy —dijo—. No te irás solo. Llévame contigo. Dejaremos este
lugar y, como dices, entre extraños nadie sospechará de nosotros y estaremos a salvo.
No soy tan vieja como para avergonzarte, Winzy. Y tal vez el hechizo pronto acabe y
con la bendición de Dios tu aspecto se transformará en el que corresponde a tu edad. No
debes dejarme.
Abracé de todo corazón a mi buena Bertha.
—No lo haré, Bertha querida. Si pensé en hacerlo fue sólo por ti. Seré tu fiel y leal
marido mientras estés conmigo y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.
Al día siguiente preparamos en secreto nuestro viaje. Nos vimos obligados a hacer
grandes sacrificios económicos pero era inevitable. Conseguimos ahorrar una suma
suficiente al menos para mantenernos mientras Bertha siguiera con vida. Sin decir adiós
a nadie, dejamos nuestro país natal para refugiarnos en una región remota del oeste de
Francia.

Fue cruel arrancar a Bertha de su pueblo natal y forzarla a abandonar a los amigos de su
juventud para irse a vivir a un país nuevo, donde se hablaba otra lengua y donde las
costumbres eran distintas. Mi extraño y secreto destino hizo que este cambio careciera
de importancia para mí, pero sentía una profunda compasión por Bertha y me alegró que
encontrara compensación a su desgracia en ciertas ridículas pequeñeces; al encontrarse
lejos de toda murmuración, procuró disminuir nuestra aparente disparidad de edades
con un millar de ardides femeninos: pintura de labios, vestidos y actitudes juveniles. No
podía enfadarme. ¿Acaso yo mismo no llevaba una máscara? ¿Por qué había de criticar
la suya sólo porque fuera menos exitosa? Sentí un dolor profundo al recordar que esa
mujer vieja, celosa y afectada era la misma Bertha de quien yo me había enamorado,
aquella muchachita de ojos y cabello oscuros y andares de gacela, que sonreía con
encanto incomparable, a quien yo había amado tan intensamente y cuyo amor había
conseguido con enorme devoción. Tendría que haber reverenciado sus rizos plateados y
sus mejillas marchitas, pero aunque sabía que era mi deber, no podía dejar de deplorar
la debilidad del cuerpo humano.
Sus celos nunca descansaban. Su principal ocupación consistía en descubrir que, a pesar
de las apariencias, yo estaba envejeciendo. Creo realmente que la pobre Bertha me
amaba con todo su corazón, pero nunca encontró una mujer una forma más retorcida de
mostrar su cariño. Buscaba arrugas en mi rostro y decrepitud en mi andar, mientras que
yo desplegaba un vigor juvenil cada vez mayor, como el más joven de los veinteañeros.
Nunca me atreví a fijarme en otra mujer. Una vez, imaginándose que la bella del pueblo
me miraba con buenos ojos, me trajo una peluca gris.
Se dedicaba a hablar con sus amistades de que, pese a mi apariencia juvenil, yo era una
ruina. Decía que mi peor síntoma era mi aparente buena salud. Mi juventud era una
enfermedad y yo debía prepararme en todo momento sino para una muerte súbita y
terrible, al menos para levantarme cualquier mañana con la cabeza completamente
blanca y la espalda doblada por el peso de todos los signos de la vejez. Yo la dejaba
hablar e incluso muchas veces me sumaba a sus conjeturas. Sus advertencias hacían
coro a mis propias e incesantes especulaciones sobre mi estado y me tomaba un serio
aunque doloroso interés en oír todo lo que su ingenio y su exaltada imaginación podían
crear al respecto.

¿Para qué detenerse en todos estos detalles? Vivimos juntos durante muchos años.
Bertha se quedó paralítica y tuvo que permanecer postrada en la cama. Yo la cuidé
como lo haría una madre con su hijo. Se volvió cada vez más irritable, obsesionada
siempre con la misma idea: por cuánto tiempo la sobreviviría. Yo hallaba consuelo
pensando en que había cumplido con mi deber hacia ella escrupulosamente.
Había sido mía en su juventud y lo era ahora, en su vejez. Y cuando finalmente arrojé el
primer puñado de tierra sobre su cadáver, lloré al sentir que había perdido todo aquello
que me ataba a la humanidad.
Desde entonces, ¡cuántas fueron mis preocupaciones y pesares y cuán pocas y vacías
mis alegrías! Detengo ahora mi historia, no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni
compás, en medio del mar en una tormenta, un viajero perdido en un páramo infinito,
sin indicadores o señales que lo guíen… ese he sido yo: más perdido y desesperanzado
que cualquiera de los anteriores. Un barco acercándose, las luces de algún refugio
lejano, podrían salvarlos; pero yo no tenía más esperanza que la muerte.
¡La muerte! ¡Amarga amiga de la frágil humanidad! ¿Por qué, entre todos los mortales,
me has elegido a mí para apartarme de tu consuelo? ¡Ah, cómo anhelo la paz del
sepulcro! ¡El profundo silencio de una tumba! Los pensamientos dejarían por fin de
retumbar en mi cerebro y mi corazón ya no palpitaría más con tristes emociones.
¿Soy inmortal? Vuelvo a mi pregunta inicial. En primer lugar, ¿no es más probable que
la pócima del alquimista haya sido hecha para proporcionar longevidad que para dar la
vida eterna? Esa es mi esperanza. Además, hay que recordar que sólo bebí la mitad de la
poción preparada por él. ¿No era acaso necesario beberla toda para que su poder fuera
completo? Haber bebido sólo la mitad del elixir inmortal te hace semi inmortal, por lo
que mi vida eterna está, pues, truncada.
Pero, una vez más: ¿quién puede decir cuántos años representa la eternidad?
Constantemente intento imaginar las reglas que rigen el infinito. A veces me parece
percibir la huella del paso de los años en mí. He encontrado una cana. ¡Idiota! ¿Me
lamento? Sí, es verdad, el miedo a la vejez y a la muerte con frecuencia se apoderan
fríamente de mi corazón. Y mientras más vivo, más le temo a la muerte, a pesar de
aborrecer la vida. Tal es la batalla que libra el hombre, nacido para perecer, cuando
lucha, como hago yo, contra las leyes de su propia naturaleza.
Si no fuera por estos temores, seguramente podría morir. La pócima del alquimista no
puede hacer nada contra el fuego, la espada o las aguas asfixiantes. He contemplado las
profundidades azules de muchos lagos y el torrente tumultuoso de varios ríos poderosos
y me he dicho que la paz habita en aquellas aguas; sin embargo, he retrocedido sobre
mis propios pasos para vivir al menos un día más.
Me he preguntado si el suicidio sería un crimen para alguien que sólo puede abrir las
puertas del otro mundo de esa forma. He hecho todo excepto presentarme como soldado
o participar en algún duelo, para no destruir a mis semejantes, los otros mortales. Pero
en realidad, no son mis semejantes. El poder inextinguible de la vida en mi cuerpo y sus
existencias efímeras nos hacen tan lejanos como los polos lo están entre sí. No podría
levantar una mano contra el más débil o poderoso mortal.

Así he vivido durante muchos años, solo y cansado de mí mismo, deseando la muerte,
que, sin embargo, nunca llega: un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia ocupan
jamás mi mente ni el ardiente amor que roe mi corazón me será jamás devuelto. Nunca
encontraré a un igual con quien compartirlo. El amor sólo vive en mí para
atormentarme.
Hoy mismo he ideado un plan que quizás acabe con todo sin tener que matarme a mí
mismo, sin tener que convertir a otro hombre en Caín: una expedición a la que ningún
humano pueda sobrevivir, incluso si está revestido de la juventud y la fuerza que
habitan en mí. De esta forma pondré a prueba mi inmortalidad y descansaré para
siempre o volveré, como un prodigio de la humanidad.
Antes de partir, una vanidad miserable ha hecho que escriba estas páginas. No quiero
morir y dejar mi nombre en el olvido.
Han pasado tres siglos desde que bebí la poción fatal; no transcurrirá un año más sin
que mi cuerpo, una jaula obstinada para un espíritu que ansía la libertad, se adentre en
un territorio de enormes peligros y luche contra el hielo poderoso en su propio terreno,
acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, para caer por fin, rendido ante los
elementos destructivos del aire y el agua. O, si sobrevivo, para que mi nombre sea
recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Si lo consigo,
deberé adoptar medios más drásticos para lograr esparcir y aniquilar los átomos que
componen mi cuerpo y dejar así en libertad la vida aprisionada en él tan cruelmente,
condenada a permanecer en este lugar sombrío, sin poder partir a una esfera más
cercana a su esencia inmortal.

Mary W. Shelley

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