lunes, 29 de junio de 2015

Viaje dentro de una almohada

Allá por el año siete de la época Kiaiyuan vagaba un monje, por la región de Hangtang taoista  en una posada  y se había puesto cómodo, sentado sobre una esterilla, vio entrar a un joven, que cortésmente le pidió permiso para ocupar un sitio a su lado.

Al poco tiempo Wang charlaba con el joven que le comentó llamarse Lou, ser campesino y le manifestó su descontento con la vida que llevaba. Wang mostró extrañeza porque vio de buena edad y lleno de salud, pero Lou continuó quejándose:

-Arrastro la vida, eso es todo, ¿Qué satisfacciones tengo?
-¿No consideras una satisfacción ser como eres? - le contestó el monje. Realmente, ¿Qué desearías para ser feliz?
-Quisiera converetirme en un hombre culto y refinado - dijo Lou, alguien que realice grandes cosas, que sea famoso; por ejemplo, general y mandar un ejército o primer ministro de un emperador. Me gustaría escuchar buena música, comer como lo hacen los gobernantes y vestir ropa lujosa. A esto le llamo convertirse en hombre de bien. No crea usted -continuó Lou - que carezco de méritos para esto: he estudiado, sé muchas cosas y tengo facilidad para otras. Hoy, soy un hombre, pero de muy joven soñé con alcanzar fácilmente altos cargos oficiales y sin embargo, véame usted, sigo siendo campesino. Toma, -le dijo el monje al joven - despreocúpate y duerme, pero hazlo sobre esta almohada, es más cómodo y además con ella alcanzarás lo que has soñado.

Lou examinó la almohada. Era de porcelana azul y blanca y curiosamente estaba hueca por dentro. Lou se inclinó sobre ese hueco y éste, se agrandó, se ensanchó y alargó de tal manera que el joven no tuvo ninguna dificultad para introducirse, y, de pronto, como la cosa más natural, como si se durmiera... Se encontró en su casa. Pocos meses después su vida empezó a cambiar: se casó con la hija de la familia Ts'oei, muy reconocida en la región de Tangho. A raíz de este matrimonio, que le reportó mucha felicidad porque la joven era hermosa y buena, su situación económica empezó a mejorar, a tal grado que pudo vestir y vivir con lujo.

Al año siguiente hubo la oportunidad de concursar para un puesto oficial, y Lou resultó el gobernador. Esto le permitió vestir como un dignatario. El siguiente paso fue un nuevo concurso, pero esta vez para convertirse en mandatario en la corte del emperador. El triunfo lo llevó a ocupar puestos públicos muy altos: subprefecto de Weimam y censor imperial. No paró allí su buena suerte y poco a poco fue ocupando cargos de mayor y mayor importancia en los que se desempeñó tan bien, que lo llevaron, a convertirse en prefecto de Pekín. De pronto el país se vio amenazado por las tribus rebeldes del oeste. El emperador se acordó del talento de Lou y lo nombró gobernador militar de la zona amenazada. Allí, Lou volvió a cosechar triunfos: no sólo derrotó definitivamente a los insurrectos, sino que conquistó territorios que hicieron más grande el imperio. Esto le valió que le levantaran una estatua y que en la corte lo llenaran de honores y le ofrecieron puestos todavía más importantes.

Pero el ascenso de Lou despertó envidias entre los cortesanos. Empezaron a calumniarlo frente al emperador, y de pronto, lo destituyeron de todo y lo mandaron castigado como prefecto de una región muy lejana.

Su mala suerte sólo duró tres años. El emperador reconoció que había sido convencido con engaños, y deseoso de compesar a Lou, lo llamó de nuevo y lo convirtió en miembro del consejo imperial.

Varias veces al día, el consejero hablaba con el emperador quien no hacía nada sin pedirle perecer. De nuevo tuvo Lou que sufrir las consecuencias de estos favores del monarca. Los otros cortesanos, llenos de envidia, hicieron correr la voz de que estaba de acuerdo con un general rebelde que se había sublevado en una comarca de la frontera. Esto fue desastroso.

Lo apresaron como un vil criminal y lo encerraron en la cárcel. Lou, aterrorizado, le dijo a su esposa que lloraba amargamente: Tenía una casa humilde en los campos de Changtong, rodeada de tierras fértiles lo que nos permitía vivir espléndidamente. Me pregunto, ¿Por qué no estuve contento con eso?, ¿Por qué he corrido y luchado por conseguir honores? Ve a dónde he llegado. Sería tan feliz si pudiera volver a usar mi ropa de campesino, pasear alegre por el campo, ir al trote en mi caballo rumbo a Han'tang. ¡Dios mío! ¿Será posible que haya yo perdido todo eso?

Al decir estas palabras Lou tomó su espada para hundírsela en el pecho y terminar de una vez por todas con su sufrimiento, cuando su esposa lo detuvo. Se había descubierto la verdad. Se puso en claro que lo calumniaron los cortesanos, envidiosos. Desde ese día el emperador no cesó de favorecerlo y colmarlo de honores y atenciones. Durante este tiempo Lou había tenido cinco hijos. Todos inteligentes y hermosos. Ocupaban cargos destacados, se habían casado con mujeres buenas y nobles y para llenar de alegría a su padre, entre todos le habían dado diez nietos.

Habían pasado ya cincuenta años desde el día en que ocupó su primer cargo público. Durante ese trayecto conoció dos veces la vergonzosa desgracia y el penoso destierro. Fue afortunado porque pudo subir los peldaños de la gloria otra vez y volver a brillar en la corte. Tuvo todo lo que deseaba: ropa, lujos, placeres, tierras fértiles, caballos nerviosos de sangre pura, palacios principescos. Pero ahora ya se sentía viejo. Pedía insistentemente al emperador que lo liberara de sus cargos, pero el monarca no quería. En esas circunstancias cayó enfermo. No hubo médico famoso que no fuera consultado, ni remedio o medicina que no le fuera administrado. Lou se moría. Seguro ya de que pronto pasaría a mejor vida le escribió a su señor una carta:

"Yo, Lou, era por mi origen, un humilde estudiante que sólo se ocupaba de trabajar el campo y cuidar el jardín. Los favores del cielo me colocaron en altos cargos y me dieron la confianza de mi emperador. El miedo a ser indigno de tantos favores no me ha dejado nunca tranquilo. Ahora, al final de mi vida, me pregunto con angustia: ¿Habré cumplido mis deberes hacia el señor? El curso de los días y las horas se detendrán para mi mañana. Hoy estoy en el umbral de la muerte. No quisiera partir sin saber que he cumplido fielmente con lo que de mí se esperaba."

Al día siguiente, y antes de morir, Lou recibió una carta del emperador en la que le decía:

"Dotado de las más incomparables virtudes, fuiste siempre para mí un colaborador de primer orden. Durante años has asegurado mis fronteras y gracias a ti reinó la paz en el Imperio. Tu devoción y sacrificado por el Estado han dado sus frutos. Pensé que tu enfermedad no fuera grave y sí sólo pasajera. ¡Quién me hubiera dicho que podría peligrar tu vida! Te expreso mi mayor sentimiento y ordeno al general de caballería imperial Kao, que me represente a la cabecera de tu lecho. Cuídate por mí, tu amo y señor, y hazme conservar la esperanza de tu restablecimiento."

Aquella misma noche Lou falleció. Lou se despertó y, estirándose, miró en derredor, viendo con asombro que aún estaba en la posada, tendido sobre la estera. A su lado, el anciano taoísta permanecía sentado, inmóvil y taciturno. Lou se levantó de un salto y preguntó con extrañeza:

¿He soñado?

Es lo que se llama " la gran felicidad de la vida" y sucede exactamente de ese modo, pronunció con calma el monje como hablando consigo mismo.

Por mucho tiempo quedó el joven asombrado e inconsolable. Pero al fin, recapacitando, terminó por inclinarse ante el taoísta diciendo:

Creo que acabo de sentir todo cuanto atañe al camino que lleva a los honores, como a la humillación; he experimentado la prosperidad y la miseria, los éxitos y los reveses, y también el sentimiento de la vida y de la muerte. Lo comprendo todo. Por eso, maestro, has conseguido disipar mis ilusiones. ¿Cómo no recordar tu lección? Y, saludando al monje haasta el suelo repetidas veces, prosiguió su camino...

Cheng Tsi.Ts'i.








jueves, 25 de junio de 2015

Amistad

Monsieur René, un francés propietario de un restaurante de la ciudad de México, se percató una tarde de la presencia de un negro de tamaño mediano, sentado cerca de la puerta abierta, sobre la banqueta. Miraba al restaurantero con sus agradables ojos cafés, de expresión suave, en los que brillaba el deseo de conquistar su amistad.

El perro, al darse cuenta de que el francés lo miraba con atención, movió la cola, inclinó la cabeza y abrió el hocico en una forma tan chistosa que al restaurantero le pareció que le sonreía cordialmente.
No pudo evitarlo, le devolvió la sonrisa y por un instante tuvo la sensación de que un rayito de sol le penetraba al corazón calentándoselo.
Moviendo la cola con mayor rapidez, el perro se levantó ligeramente, volvió a sentarse y en aquella posición avanzó algunas pulgadas hacia la puerta, pero sin llegar a entrar al restaurante.
Considerando aquella actitud en extremo cortés para un perro callejero hambriento, el francés no pudo contenerse. De un plato recién retirado de una mesa, tomó un bistec que el cliente había tocado apenas.
Sosteniéndolo entre sus dedos y levantándolo, fijó la vista en el perro y con un movimiento de cabeza lo invitó a entrar a tomarlo. El perro, moviendo no soló la cola, sino toda su parte trasera, abrió y cerró el hocico rápidamente, lamiéndose los bordes con su rosada lengua, tal como si ya tuviera el pedazo de carne entre las quijadas.
Sin embargo, no entró, a pesar de comprender, sin lugar a dudas, que el bistec estaba destinado a desaparecer en su estómago.
El francés salió de atrás de la barra y se aproximó a la puerta llevando el bistec, que agitó varias veces ante la nariz del perro, entregándoselo finalmente.
Cuando hubo terminado, se levantó, se aproximó a la puerta, se sentó cerca de la entrada esperando a que el francés advirtiera nuevamente su presencia. En cuanto el hombre se volvió a mirarle, el perro se levanto, movió la cola, sonrió con aquella expresión graciosa que daba a su cara, y movió la cabeza de modo que sus orejas se bambolearan.
El restaurantero pensó que el animal se aproximaba en demanda de otro bocado. Pero cuando al rato se acercó a la puerta llevándole una pierna de pollo casi entera, seencontró con que el perro había desaparecido. Entonces comprendió que el can había vuelto a darle las gracias.
Olvidando casi enseguida el incidente, el francés consideró al perro como a uno más de la legión de callejeros que suelen visitar los restaurantes de vez en cuando.

Al día siguiente, sin embargo, aproximadamente a la misma hora, el perro volvió a sentarse a la puerta abierta del restaurante.
Monsieur René, le sonrió como a un viejo conocido, y el perro le devolvió la sonrisa con aquella expresión cómica de su cara que tanto gustaba al dueño de este lugar.
El francés hizo un movimiento de cabeza para indicarle que podía aproximarse y tomar gratis, junto al mostrador, su comida. El perro sólamente dio un paso hacia adelante, sin llegar a entrar.
El francés juntó sus dedos y los hizo tronar al mismo tiempo que miraba al perro para hacerle entender que debía esperar algunos minutos hasta que de alguna mesa recogieron un plato con carne, y para gran sorpresa del restaurantero, el perro interpretó perfectamente aquel lenguaje digital.
Cuando más o menos cinco minutos después una de las meseras recogió en una charola los platos de algunas mesas, el propietario le hizo una seña y de uno de ellos tomó las respetables sobras de un gran chamorro, se aproximó al perro, agitó durante unos segundos el hueso ante sus narices y por fin se lo dio. El perro lo tomó de entre los dedos del hombre con la misma suavidad que se lo hubiera quitado a un niño. E igual que el día anterior, se retiró un poquito, se tendió en la banqueta y disfrutó de su comida.
Monsieur René, recordando el gdesto del día anterior, tuvo curiosidad por saber qué haría en esa ocasión una vez que terminara de comer y si su actitud del día anterior había obedecido a un simple impulso o a su buena educación. Lo atisbó con el rabillo del ojo evitando intencionalmente verle de lleno. Dos, tal vez tres transcurrieron para que el francés se decidiera a mirar frente a frente al animal. Inmediatamente éste se levantó, movió la cola, sonrió ampliamente en su manera chistosa y desapareció.
A partir de entonces el restaurantero tuvo siempre preparado un jugoso trozo de carne para el perro. El animal llegaba todos los días. Así transcurrieron cinco o seis semanas sin que ningún cambio ocurriera en las visitas del perro. El francés había llegado a mirar a aquel animal negro, callejero, como su cliente más fiel considerándolo además como su mascota.

A últimas fechas, después de dar de comer al perro, solía hacerle algunos cariños. El animal, con el bistec en el hocico esperaba hasta que el hombre acabara de acariciarlo. Después, y nunca antes, se dirigía a sus sitio acostumbrado en la banqueta, se tendía y disfrutaba de su carne. Y como siempre, al terminar volvía a aproximarse a la puerta, movía la cola, sonreía y expresaba a su manera: "¡Gracias, señor; hasta mañana a la misma hora!" Entonces y no antes se daba la vuelta y desaparecía.

Un día, Monsieur René fue insultado terriblemente por uno de sus clientes, a quien se le había servido un bolillo tan duro, que al morderlo creyéndolo suave, se rompió un diente artificial.
Frenético, el francés llamó por teléfono al panadero para decirle que era un canalla desgraciado, que era una rata infeliz, a lo que el panadero contestó con otro de esos recordatorios de familia y algunos otros vocablos que, al ser oídos, haría palidecer a un diablo en el infierno.
Monsieur René, rojo como un tomate, volvió a la barra. Desde allí advirtió la presencia de su amigo, el perro negro. Al mirar a aquel can allí sentado, meneando la cola alegremente  y sonriendo, el francés, cegado por la ira y arrebatado por un impulso repentino, tomó el bolillo duro que tenía enfrente sobre la barra y lo arrojó con todas sus fuerzas sobre el animal.
El perro había visto claramente el movimiento del restaurantero. Lo había mirado tomar el bolillo, se había percatado de sus intenciones y lo había visto lanzarlo por el aire en contra suya.
Un simple movimiento de cabeza le habría bastado para salvarse del golpe. Sin embargo, no se movió. Sostuvo fija la mirada de sus ojos suaves y cafés, sin un pestañeo, en el rostro del francés, y aceptó el golpe valientemente.
El bolillo cayó a corta distancia de sus dos patas delanteras. El perro no lo miró como a una cosa muerta, sino como un ente viviente que saltaría sobre él en cualquier momento.
Quitó la vista del bolillo, recorrió con su mirada el suelo, después la barra y terminó fijándola en la cara del francés. Allá la clavó como magnetizado.
En aquellos ojos no había acusación alguna, sólo profunda tristeza, la tristeza de quien ha confiado infinitamente en la amistad de alguien e inesperadamente se encuentra traicionado, sin encontrar justificación para semejante actitud.
De pronto, dándose cuenta de lo que había hecho en aquel momento, el francés se sobresaltó tanto como si acabara de matar a un ser humano... Miró por unos cuantos minutos a la puerta con una expresión de completo vacío en los ojos del can. Instantáneamente volvió la vista y observó el plato de un cliente que enfrente de él clavaba el tenedor en el bistec que acababan de servirle.
Con movimiento rápido, tomó el bistec del plato del asombrado cliente, y agitándolo entre los dedos, salió a la calle, y al descubrir al perro corriendo por la cuadra siguiente, se lanzó tras él, silbando y llamándolo, pero lo perdió de vista.
Dejó caer el bistec y regresó a su restaurante cansado y cabizbajo.
-Perdóneme, señor- dijo al cliente, a quien ya se había servido otro bistec. Perdóneme, amigo, pero el bistec no estaba bueno; además quise darselo a alguien que lo precisaba más que usted. Disculpe y ordene cualquier platillo que le guste, a cuenta de la casa.
Monsieur René se consolaba diciéndose que el perro volvería al día siguiente. Pero mientras más intentaba olvidarlo diciéndose a sí mismo que no valía la pena preocuparse, menos le era posible expulsarlo de su mente.

A las tres y media en punto, apareció el perro y se sentó en el sitio usual cerca de la puerta. Ya sabía yo que vendrías, se dijo el francés, sonriendo satisfecho. Dejaría de ser perro si no hubiera ocurrido por el almuerzo.
Sin embargo, le decepcionaba comprobar lo que decía. Había llegado a gustar del animal si no que a quererlo, y lo juzgaba diferente de los otros, orgulloso y distinguido. De cualquier modo, le agradaba que el perro hubiera vuelto y le perdonaba su aparente falta de delicadeza.
El can se sentó, mirandolo con sus ojos suaves y apacibles.
Saludándolo con amplia sonrisa, Monsieur René esperaba ver retratarse en su cara aquella expresión chistosa con la que compañaba siempre los meneos de su rabo cuando contestaba a su invitación de acercarse.
El perro permaneció inmóvil y con el hocico cuando vio hombre tomar el bistec y agitarlo detrás de la barra desde donde, con un movimiento de cabeza, le indicaba que podía pasar a almorzar, pretendiendo infundirle confianza. Pero éste no se movió de sitio. Miró fijamente a la cara del francés como si tratara de hipnotizarlo.
Una vez más el hombre agitó el trozo de carne y se pasó la lengua por los labios haciendo hmmnlmhmm para despertar el apetito del perro. A aquel gesto, el animal contestó moviendo ligeramente el rabo, pero se detuvo de pronto, reflexionando al parecer en lo que hacía.
El francés abandonó a sus clientes de la barra y se aproximó a la puerta con el bistec entre los dedos.
Cuando el animal lo vio aproximarse se contentó con levantar la vista sin moverse. Cuando el hombre vio que no tomaba la carne, lejos de enojarse o de perder la paciencia, dejó caer el trozo entre las patas delanteras del perro. Entonces acarició al animal que contestó con un ligerísimo movimiento de cola, sin apartar la vista del francés. Después bajó la cabeza, olió el bistec sin interés, se volvió a mirar nuevamente al hombre, se levantó y se fue.
El frances le vio caminar por la banqueta rozando los edificios sin volver la vista hacia atrás. Pronto desapareció entre las gentes que transitaban por la calle.

Al día siguiente, puntual como siempre, el perro llegó a sentarse a la puerta, mirando a la cara de su amigo perdido.
Y volvió a ocurrir lo del día anterior. Cuando el francés se presentó con un trozo de carne entre los dedos, el perro se concretó a mirarle sin interesarse lo mínimo por el jugoso bistec colocado a su lado en el suelo.
Otra vez, sin dejar de verlo, movió el rabo ligeramente cuando el hombre lo acarició y le tiró de las orejas.
De pronto se paró, empujó con la nariz la mano que le acariciaba, la lamió una y otra vez durante un minuto, volvió a mirar al francés y sin oler siquiera la carne dio la vuelta y se fue.
Aquélla fue la última vez que Monsieur René vio al perro porque jamás volvió al restaurante, ni se le vio más por los alrededores.



Bruno Traven


sábado, 20 de junio de 2015

Una chica morena, con pantalones vaqueros, a la que le gustaban los Rolling Stones

Concha volvía a casa después de una monótona jornada de trabajo. Manejaba bien y presumía siempre de no haber sufrido ningún accidente en los ocho años que tenía con su licencia. La oficina se encontraba en el centro: para llegar a su casa tardaba de media hora a tres cuartos, según estuviera el tráfico. Hoy estaba mal, francamente mal, pero era una estupenda tarde de primavera y se sentía de buen humor. Un buen humor no del todo hustificado: había problemas. El taxi, tras ella, pedía paso haciendo sonar el claxon; y se acercó mucho a una furgoneta pintada de rojo. El taxista le gritó algo, algo seguramente ofensivo. Concha no le prestó atención. Eran pequeños problemas, desde luego, los pequeños problemas de la convivencia diaria, aunque quizá no sólo eso: Germán, últimamente, estaba raro, distante,... Enseguida el semáforo se puso rojo y tuvo que frenar con brusquedad, delante mismo del guardia, que volvió el rostro y se la quedó mirando. Por un segundo, Concha pensó que iba hacerle algo, pero él se volvió inmediatamente, dio un largo pitido y se puso a mover los brazos como aspas, dando paso a los coches, Al lado de concha había un coche. El conductor, un hombre maduro, encorbatado y traje gris, la estaba mirando fijamente. Era un a mirada inconfundible y turbia, una de esas miradas masculinas que a concha, cuando tenía veinte años, le parecían repugnantes, y  que ahora, recién cumplidos los treinta, le resultaban indiferentes... E incluso, alllá en el fondo, le halagaban un poco. Volvió el rostro hacia otro lado, inconscientemente, se apartó un mechón de cabellos y movió la cabeza ligeramente hacia atrás. Sentía sobre sí la mirada del conductor traje gris mientras ella miraba, sin apenas ver, los transeúntes que cruzaban por el paso de peatones, los destellos que el sol arrancaba de las carrocerías de los automóviles, los brazos del guardia moviéndose como los de un náufrago, todo bajo el sopor de la tarde de la ciudad, el olor de la combustión de los coches, el humo, el ruido.

Sí, eran pequeños problemas. Que Germán estuviera un poco raro obedecía, sin duda, al exceso de trabajo; lo demás era...Nada, bobadas, los roces de la vida en común. El verde otra vez, arrancó, y al meter la velocidad sintió que entraba con dificultad.

Poco a poco, la circulación se hacía más fluida. El autobús se había puesto delante de ella y despedía un humo negro, denso, insoportable. Intentó rebasar pero no pudo, aminoró la velocidad...
Verdaderamente, tres años casados no era mucho tiempo y nada hacía pensar que Germán estuviera harto de su compañía. Ella tampoco lo estaba de la de él, aunque a veces... Por fin, el autobús tomó el carril de la derecha, y ella apretó el acelerador.

Tal vez, por qué no reconocerlo, necesitaban un hijo. Últimamente, ella lo pensaba con frecuencia. O mejor, una hija; una hija a la que poder evitar todo lo que ella había sufrido junto a unos padres incomprensivos y autoritarios. Avanzaba ya, todo lo de prisa que su Renault se lo permitía. Apenas había tráfico ahora; el sol resbalaba suavemente y en muchos árboles apuntaban ya las hojas, desparramando aquí y allá su incipiente verdor.

Al entrar en la carretera se pasó al carril del centro. Había varias autoestopistas; le llamó la atención un soldado sentado en una maleta y con un letrero de cartón en la ,mano, donde se leía: "La Coruña". Más adelanté, un muchacho que llevaba un chubasquero rojo estaba haciendo la señal con la mano... Un camión se detuvo unos metros más allá y el muchacho se acercó corriendo. Eran imágenes familiares, se diría que las mismas cada tarde. Concha apenas se fijaba. El joven del chubasquero rojo y el camión quedaron atrás en seguida. Sí , era inútil que se engañara a sí misma: a veces ella se sentía cansada de él, le pesaban estos tres años... Seguía en el carril de la izquierda y un Simca marrón, tras ella, hacía sonar el claxon, se pasó a la derecha. El Simca adelantó y repitió la operación. Más allá había una chica que pedía "aventón". Hizo la señal, pero el Simca no se detuvo. La chica morena con pantalones vaqueros y jersey oscuro, estaba mirando cómo se acercaba Concha y Concha la estaba mirando también, enmarcada en el parabrisas, esperando que de un momento a otro levantara la mano y dudando si la recogería o no. Horas más tarde, Concha recordaría aquella fugaz vacilación suya, aunque sin saber exactamente por qué se decidió a parar. No solía recogera nadie: había oído y había leído demasiadas cosas al respecto. Tal vez lo hizo porque se sentía un poco sola y no quería seguir el hilo de aquel pensamiento sobre Germán que, de improvisto, la había llenado de inquietud. O tal vez porque le dio lástima la chica: el modo de levantar la mano, la expresión resignada de su figura. Bajó la ventanilla. Sube.

Subió ágilmente. Gracias, y la miraba  a los ojos sonriendo. Arrancó y advirtió un camión que venía por el carril de la derecha y decidió esperar. ¿Vives en Majadahonda?, por decir algo. Sí, con mis padres y mis hermanos; vinimos aquí hace cuatro años: somos de Guadalajara. ¿Cuántos hermanos tienes? Tres; somos dos chicas y dos chicos... Yo soy la mayor, ¿sabes?, y a la vez un gracioso gesto con la mano y levantando ligeramente un hombro. Concha apretó el acelerador. No venía nadie por el carril de la izquierda, y se pasó a éste para adelantar al camión de antes. La muchacha, mirando distraídamente por la ventanilla, se puso a silbar. Con agrado, Concha reconoció y empezó a canturrearla, mientras apretaba el acelerador a fondo y adelantaba: She would never say where she came from / Yesterday don't matter if it´s gone... La chica la miró con sorpresa y cantó a la vez que ella: While the sun is bright or in darkest night / No one knows, she comes and goes Goodbye Ruby Tuesday / Who could hang a name on you. / When you change with every new day / Still I'm gonna miss you / Don't question why she needs to be so free / She'll tell you it's the only way to be / She just can't be chained toa life where nothing's gained...  Se echaron a reír. Así que te gustan los Rollling Stones. Huy, ya lo creo, me chiflan. Te acuerdas de aquélla: She comes in clolours every where... tarareando, y ella sí, se acordaba, ya cantaban las dos: She combs her hair. / She's like a rainbow. / Combing colours in the air every where. / She comes in colours. / Have you seen her dreseed in blue? / See the sky in front of you. / And her face is like a sail... De improvisto un claxon, se diría que enfadado, las sobresaltó: era un Dodge oscuro, detrás, exigiendo paso. Concha se había distraído, algo inhabitual en ella que era tan experta conductora y se miraron las dos y se echaron a reí mientras el Dodge seguía pitando con malhumorada insistencia. Concha se pasó al carril de la derecha. Sobrevino un corto silencio. Lo rompió la chica: ¿Estás casada? Bueno... Vivo con un amigo, mintió Concha tras vacilar un instante. ¿Qué hace tu amigo? Es periodista. ¿Tú también? No, yo no;  estudié Economía y trabajo en una compañía de seguros. Había contestado con cierto despego, y la muchacha dejó de preguntar. Al alcanzar la señal que permitía adelantar se fue al carril de la izquierda para pasar a una combi y un camión; apretó el acelerador a fondo.

Adelantó la furgoneta en seguida, pero no lograba hacer lo mismo con el camión: llevaba éste un enorme remolque, cuya longitud no se adivinaba por detrás, y además corría a mayor velocidad que los 90 kilómetros que indicaba el disco trasero. No conseguía pasar al camión, y otra combi detrás, ya le  estaba pitando. Dudó un segundo entre dejar paso al Dauphine o adelantar antes al camión, y al final optó por lo primero, se pasó al carril de la derecha.

Habían abandonado la autopista para tomar la desviación para el pueblo. Dejaron atrás la gasolineria. Iban en silencio. Un coche deportivo se les adelantó a gran velocidad y la chica, de pronto, ¡Cuidado con aquella curva! y señala hacia enfrente con todo el brazo extendido. Era una curva muy cerrada, efectivamente, pero estaba muy lejos aún y en todo caso resultaba absurda la advertencia. Sin embargo, lo que más sorprendió a Concha no fue eso, sino el tono de angustia con que la muchacha lo había dicho. No le quiso dar importancia, buscó un tema de conversación. Aún no sé como te llamas; yo me llamo Concha... La chica, sin prestarle atención, cuidado con aquella curva, insistió y Concha pudo comprobar que estaba muy pálida y miraba hacia allí con espanto. Quiso tranquilizarla. No te preocupes, conozco bien este camino: ¿No ves que lo hago todos los días? Pero la chica, sin hacerle caso, cuidado con la curva, otra vez, y Concha se sintió desconcertada. Delante iba un WW rojo, que iniciaba la maniobra para adelantar al camión de reparto de Coca-cola. Los ojos alucinados, gritando, apremiante, cuidado con la curva, cuidado con la curva, y Concha serénate, en tono imperioso, te digo que hago este camino todos los días, pero la chica no le escuchaba. El WW había adelantado ya al camión, entraba ya en la curva y la chica, mirando hacía allí como hipnotizada, cuidado con la curva, cuidado con la curva... Concha empezó a sentirse nerviosa; inconcientemente, redujo la velocidad, decidió adelantar al camión después. Cuando empezó a hacer girar el volante, comprobó que no iba más de veinte por hora... En aquel momento, la muchacha estaba totalmente  fuera de sí, gritando con todas sus fuerzas cuidado, cuidado, cuidado y con los puños se golpeaba las rodillas. Concha estaba a punto de perder la serenidad, esto es absurdo, se concentró todo lo que pudo. La muchacha emitió un grito desgarrado, terrible. Concha no la quería mirar, con los cinco sentidos estaba pendiente del coche, haciendo girar el volante suavemente... Por fin, la curva quedó atrás. Concha respiró hondo. ¿Ves cómo no tenía importancia...?, comenzó a decir, pero se interrumpió en seguida: la muchacha había desaparecido. Instintivamente, apretó el pedal del freno hasta detener el coche por completo. Observó la portezuela derecha: el seguro estaba echado. Miró hacia atrás, volviendose del todo...No vio a nadie. Metió la marcha atrás; el coche retrocedía lentamente a la vez que ella miraba muy atenta por el espejo retrovisor y hacía girar el volante... Frenó un poco y se volvió de nuevo para mirar hacia la carretera, hacia dos cunetas... Nadie, nadie.

El conductor del 850, con gran rapidez de reflejos, adelantó en plena curva y protestó haciendo sonar su claxon. Una furgoneta, detrás, pitaba también, repetida, ofensivamente, pero había tenido tiempo de frenar. La primera idea de Concha fue salirse a la cuneta, de lo que desistió inmediatamente, porque habíaun gran desnivel. Con movimientos ágiles, sin perder la serenidad pese a la inquietud que sentía, pisó el pedal del clutch, cambió la velocidad, avanzó, metió de nuevo, volvió a cambiar, aceleró; mientras, detrás de ella, el conductor del minibús no cesaba de tocar el claxon. Por fin, ya en la recta, adelantó y gritó algo por la ventanilla. Concha no le hizo ningún caso. En cuanto desapareció el desnivel de la cuneta, hizo girar el volante y , se detuvo... Estaba como atontada, jadeaba, no sabía qué hacer... Miraba, obsesivamente, el seguro echado en la portezuela. De pronto, una sospecha. Cogió su bolsa que estaba en el asiento trasero, y se puso ha buscar. Tomó la carteray la abrió... No faltaba nada. Dejó la bolsa y miró en el interior del coche. Tampoco ahora echó nada de menos. No sabía qué hacer ni qué pensar, jadeaba todavía... Encendió un cigarrillo y aspiró el humo profundamente.

Estuvo así unos segundos. Pensó, por un momento, en volver a casa y dar por concluido el incidente. Pero no puede estar lejos... No puede estar lejos... Miró por el espejo retrovisor: no venía nadie y de frente tampoco. en una rápida maniobra, cambió de dirección. Conforme se aproximaba a la curva y avanzó hasta cosa de medio kilómetro. Cruzaron varios automóviles. No puede estar lejos, es absurdo pensar que haya podido subir a otro coche: prácticamente, habíamos llegado... Y, además, ¿Cómo?... En otra maniobra rápida cambió nuevamente de dirección. Otra vez dejó atrás la curva. Nadie... Decidió avanzar algo más que antes, nadie, nadie, y por fin se detuvo en la cuneta, encendió otrocigarrillo... ¿Darse por vencida? ¿Continuar la búsqueda? Consultó el reloj: eran más de las siete y media, Germán la estaría esperando... Lo mejor era regresar y asunto concluido. ¿Asunto concluido? No lograba apartar de su mente a la chica, no comprendía cómo había salido del coche, estando el seguro echado, y dónde se había podido ocultar, y además por qué se había querido ocultar... A la entrada del pueblo tuvo que ir a vuelta de rueda. Estaba anocheciendo, los automóviles llevaban los faros encendidos. Concha, mecánicamente, los encendió también. Un alto, se detuvo. Miraba sin ver el supermercado, la delegación. El semáforo se puso en verde, no pidía estar lejos y súbitamente una idea. Dobló por la primera calle a la derecha, después a la derecha otra vez, avanzó un par de manzanas, dobló a la derecha de nuevo y se estacionó con precipitación. En la Delegación de Policía había un agente en la puerta. ¿Qué desea? Concha vaciló. Al regresar a casa en el coche, he tenido un pequeño accidente, empezó a decir. ¿Quiere presentar una denuncia? Bueno, no es exactamente eso, titubeando, pensando, he hecho mal en venir aquí, y el agente pase usted. Pasó a una habitación de paredes desnudas, sin ventanas. Espere. Había un banco de madera y toda la estancia, mal iluminada por una bombilla en el techo, tenía un aspecto lóbrego. Concha guardó de pie... Al poco rato, vino otro agente agente para preguntarle qué quería. Verá, yo volvia a casa y el agente perdone: documentación, por favor. Abrió el bolso, sacó su licencia. El agente, mirando éste distraídamente, está bien, continúe y a los pocos segundos está bien, espérese, devolviéndole el D.N.I. No debería haber venido aquí, se repitió a sí misma, pero cómo salir ahora. Por el pasillo cruzaron, hablando fuerte, riendo,varios agentes. Miró el reloj, pensó que debía llamar a Germán. Se sentía incómoda. Encendió un cigarrillo. Se puso a pasear, recorriendo la habitación diagonalmente. Al cabo de un largo rato, otro agente de guardia. Pase, conduciéndola hasta un despacho. Tras la mesa, había un teniente que estaba buscando algo entre un montón de papeles. Era un hombre de mediana estatura, grueso y con bigote. Perdone un momento, dijo. A su lado, junto a la máquina de escribir, había un agente esperando.

Ya puede empezar, dijo el teniente. Incómoda, turbada, Concha no sabía cómo hacerlo. Creo que no debería haber venido, en realidad ha sido una tontería, no se trata de ninguna denuncia... Por favor, siéntese. Gracias. Y haciendo un esfuerzo, deseando acabar cuanto antes aquella embarazosa situación en la que, volvió a pensar, no tenía que haberse metido, refirió atropelladamente lo que había pasado. El teniente parecía escuchar sin interés, mientras el otro guardia civil escribía a máquina y de cuando en cuando le pedía que fuera más despacio o que repitiera alguna frase. Nada más terminar, sacó un cigarrillo; el teniente le dijo fuego. Lo que no entiendo, añadió Concha aún, es cómo ha podido salir del coche estando el seguro echado, y el teniente claro, sin inmutarse, sin darle importancia. En fin, eso es todo... como le dije antes, creo que he hecho mal en venir. No, no lo crea,dijo entonces el teniente, sin abandonar su gesto de aburrimiento o indiferencia: ha hecho muy bien en venir. Se levantö y se fue hasta un archivero metálico, de donde sacó un sobre; volvió con él a la mesa. El sobre contenía varias fotografías, se las entregó a Concha, vea si reconoce a la chica entre estas fotos y Concha reaccionó con cierto disgusto, insistiendo ya le he dicho que robarme no me ha robado nada, que era un encanto de muchacha, o sea, que... Y el teniente ya sé, ya sé, pero mire a ver, fue pasando una tras otra. No, no ,no... Y de pronto: ¡Ésta es! El teniente se acercó para comprobar de cuál se trataba. ¿Está segura? Sí, sin ninguna duda. Muy bien, dijo el teniente, recogiendo las fotos. Después le devolvió la documentación y le pasó la declaración para que la firmara. Añadió: no se preocupe, yaestamos sobre este caso. Y Concha, desconcertada, ¿Cómo ha dicho? Ésta es la cuarta denuncia que recibimos en el mismo sentido. ¿Y saben quién es esa muchacha? Él, ahora serio, preocupado, sí. Concha, aproximándose, acosándole, ¿Y quién es? El guardó silencio, mirando patéticamente la fotografía, hasta el fin, como si no pudiera contenerse, verá... Es una chica que el mes pasado murió en un accidente en esa misma curva.


Ricardo Doménech


miércoles, 10 de junio de 2015

El primer cigarro

Envuelta en el copo de humo que se deja escapar de entre los labios cuando se quiere avivar el clavillo sofocado por la ceniza, va una sensación , un recuerdo muy lejano... Así, fue la primer fumada que dimos al cigarro hurtado a nuestro señor padre; así, sin que el humo bajara a la laringe a producir ese dejo amargo que hoy estimamos magnífico, sabroso, necesario,insubstituible.

La escena se reconstruye con pasmosa fidelidad: el cigarro estaba abandonado sobre el bufete, desertó de la cajetilla y allí estuvo mucho tiempo, hasta que fue advertido por nuestra mirada de pilluelo, que pasea y pasea sin cesar por todos los rincones, por todos los muebles, sin dejar un solo sitio, un solo adminículo, un espacio por pequeño que sea.

El tal cigarro había caído sobre un papel escrito y parecía una oruga atacada por un ejército de hormiguillas negras. Se nos ocurrió salvarla de aquel trance y, con la cara vuelta hacia el sitio por donde podía ocurrir una sorpresa, tendimos la mano, atrapamos el cigarro y con ansiedad lo hundimos en el bolsillo.
Allí fue a hacer compañía a un pedazo de pizarrín, a una media docena de huesos de chabacano, al pañuelo anudado en forma de conejo, a... todo un nido de barartijas que atiborraban el bolsillo hasta darle apariencia de una deformidad corporal.

Luego abandonamos el lugar de la tremenda hazaña y recorrimos la casa para asegurarnos de que la aventura podía seguir sin peligros.

Con la cara vuelta al rincón, examinamos detenidamente la cilíndrica envoltura. En aquel entonces la industria estaba en pañales; los papeles matizados eran rarísimos, y por los extremos de la canal no asomaban las mareñas del tabaco en hebras.
No, aquello era todo un proceso de laboriosidad: dentro de la hojita blanca, la hoja aromática se apretaba convertida en fragmentos; y para dar solidez a la envoltura, en las extremidades se hacía un doblez que, observado desde los distintos puntos de vista posible, se antojaba un ojo haciendo un guiño, un  muñón de pierna amputada, la mitad de una boca de vieja... Y deshaciendo aquel pliegue, descabezando -como se decía-, estaba a la vista una cola de gallina.

El cigarro hurtado pasó varias horas en su bolsillo, perdío su blancura por andarse rozando con los huesos y el pizarrín y con toda aquella cáfila de baratijas que viajaban por innumerables manos infantiles, que gozan de mala fama en cuestiones de aseo. La canal se ajó, el tabaco se puso en movimiento, quiso escapar y dio al traste con la esbelta figura cilíndrica.

Fue preciso violentar los acontencimientos, pero sobrevino un importante previo incidente: ¿Con qué encender aquel cigarro? La hornilla de la cocina era peligrosa por aquello de las relaciones maritornianas; la caja de cerillos del buró no estaba libre de acarrear una sorpresa que hubiera dado fin a la aventura; ¿Qué hacer?

¡Ah! -magnífico recuerdo-, en la repisa del santo que había en el cuarto de la criada, ardía una lámpara: la dificultad estaba resuelta.

Con no poco trabajo se logró trepar hasta tener al alcance las mística flama; pero un nuevo tropiezo se nos pone en el camino: "era un sacrilegio -al decir de la vieja sirvienta- encender cigarros en las lámparas dedicadas a los santos". Momento de vacilación; casi tenemos deseo de la imagen está vuelta hacia nosotros y sentimos una mirada de reproche.
De pronto viene una sorpresa agradable: hay una cabecita de cerillo al pie del vaso de las flores. ¡Magnífico!
La casualidad protege la aventura y podemos seguirla a nuestro antojo. Todo depende ya de elegir un sitio seguro; que sea a la vez escondite observatorio. Vamos resueltamente.

Las inocencias de la niñez son los medios de defensa que velan en todos los peligros en que se coloca la irreflexión. Un niño toma mil precauciones para hacer algo que le está prohibido; y al cabo de esa gran labor viene a incurrir en un detalle que sería de pésimas consecuencias para lo proyectado.
Nada se oponía ya a que fuésemos a fumar nuestro primer cigarro; pero sobrevino la idea de que aquello no tendría interés si no era presenciado por alguien que nos diese ocasión de envanecernos por la hazaña.
¿Quién podría ser el elegido? Precisamente el que menos; nuestro hermanito menor, un chiquitín que habla más de lo necesario, que de buenas a primeras espetará la historia a nuestros padres y que será irremisiblemente creído.
Sí, él nos acompaña, comprende bien la enormidad de la aventura y también guiña su ojo en son de malicia.

La realización del delito va a ponerse en planta. Las manos torpes, pequeñas y temblorosas, comienzan la faena. Se deshacen las cabezas y se intenta el movimiento de torcer que hemos visto en otros dedos; la rebeldía del tabaco es desesperante; tan pronto se logra acomodar en un extremo como se escapa por el contrario; la canal está hecha un imposible de maculaciones, ajamientos y roturas. Convencionalmente admitidos que aquello está arreglado.

Las miradas del hermanito han seguido nuestra faena; ya se le advierte emocionado, ya nos sonríe como queriéndonos decir que le causa placer estar en la aventura.

Es indescriptible el momento de frotar la cabecita del cerillo en la pared del rincón escogido para teatro de los acontecimientos. ¡Si se apaga!

Brota la llama dejando escapar una corona de humo. En la penumbra, aquella luz da a nuestros semblantes un tono de lividez. La mano temblorosa acierta a colocar entre los labios una extremidad del cigarro, mientras la otra baila un movimiento de miedo en la flama azul del cerillo.

Se escapa el primer cono de humo... Así así nos supo, como cuando ahora queremos avivar el clavillo sofocado por la ceniza.
Las fumadas se repitieron sin interrupción, evitando que el hermanito observara que nos producía mal efecto el sabor amargo de la nicotina.
luego le tendimos la colilla y él también fumó, escupiendo y pasándose el dorso de una mano por los labios, mientras que con la otra se restregaba un ojito que el humo hizo llorar.

La hazaña está cimplida. Pasa el tiempo, y el mal sabor de la boca persiste. En los alimentos y en las golosinas se halla un amargor penetrante que recuerda, con la intranquilidad de la conciencia, la consumación del delito.

De pronto sentimos como que alguno nos clava los dedos en las sienes: el estómago protesta; necesitamos la cama, el reposo, la obscuridad.

Y nuestra madre, inquieta, se acerca a preguntarnos lo que sentimos; nos pasa la mano por la frente sudorosa, y en un momento de suprema angustia acerca sus labios a nuestros labios y nos besa...
Todo está descubierto.

-¡Qué bonitas gracias, muchacho pillo: has fumado!
Y una vocecita aguda agrega con alegría:
-Y yo también, mamá.
Imposible toda defensa; ¡Ay de nosotros cuando llegue nuestro señor padre!


Luis Farías Fernández



jueves, 4 de junio de 2015

Mi única mentira

Aquello eran todas las noches.
Apenas apagábamos la vela, principiaba el ruido, un ruidito leve, cauteloso, tímido, como el que haría un enano de Swift, que, a obscuras y de puntillas, explorase el terreno, temeroso de graves peligros. A lo que imagino, primero reconocía el campo, iba y venía, subia y bajaba, se paseaba a su gusto por todas partes, retozaba entre las jaboneras de mi lavabo, revolvía los papeles de mi humilde escritorio escolar, profanando las odas de Horacio y las églogas de Virgilio; se trepaba al buró, y con toda claridad oía yo cerca de mí los pasos del audaz, el roce de sus uñas en la fosforera, en el libro y en el sonoro platillo de la palmatoria.

Una vez quise sorprenderle, y encendí rápidamente una cerilla: estaba encaramado en el extremo de la bujía, como un equilibrista japonés en lo alto de una pértiga de bambú.

Chiquitín como era, el molesto visitante me causaba miedo atroz. Sólo pensar que, aprovechándose de mi sueño, iría a mi cama, se instalaría en las almohadas, saltaría a mi cabeza y arrastraría por mis labios aquella colita inestable helada, me daba calofrío. Y héteme en vela, como escucha en vísperas de combate, conteniendo el aliento, atento el oído y abiertos los ojos para ver a mi enemigo. La imaginación me lo pintaba -tanto así le temía yo- colosal, horrible, hambriento, feroz como una tigresa hostigada que ha perdido sus cachorros. En esta inquietud, nervioso, sobresaltado, asustadizo, pasaba yo dos o tres horas, mientras en el otro lecho dormía mi padre el sueño dulce y tranquilo que nunca falta a las personas de buena conciencia.

A la mañana olvidaba yo mis temores y recelos de la víspera, sin pensar durante el día en el ratoncillo aquel de nuestra alcoba, teatro de sus correrías.

Un día, al volver del colegio, encontre a mi padre disgustado y mohíno, revolviendo papeles de música y sacudiendo pliegos carcomidos . Había descubierto que los ratones penetraban en el sancta santorum de sus amores artísticoas, y cometían allí graves delitos, crímenes de lesa majestad. La requisitoria fue horrible: habían roído obras de raro mérito, de subidísimo valor: una ópera de Mozart, La flauta encantada, tres sonatas de Beethoven, y la Pastoral y la Sinfonía heroica, y ¡qué sé yo qué más! El proceso había sido breve, y como no iban a fallar populares jueces, fue la sentencia draconiana: pena de muerte, garrote vil.

No tuvieron defensor los acusados. Nadie se atrevío a abogar por ellos. Yo me permití aconsejar un medio infalible para ahuyentar a los bandoleros y evitar crímenes mayores.

-¡Un gato! -dije-. Uno de esos caballeros que gastan por las noches luminosas gafas, prestará oportunos servicios en esta ocasión. Los malhechores tomarán el portante y emigrarán a tierras más propicias, al comedor, a la cocina, a la despensa. Allí no se atracarán de sinfonías clásicas , ni se hartarán de solfas inmortales, pero podrán encontrar algo más sustancioso y nutritivo.

Confieso humildemente que al tratar de castigar a mis enemigos, que lo eran muy temibles para mí los tales ratoncillos, me halagaba la idea de un escarmiento ruidoso, de una ejecución pública, como esas tan provechosas parar el periodismo informador, pero, acaso porque desde niño aprendí a no hacer daño alguno a los animales, yo prefería los medios preventivos; se me ocurrió que era más llano y conveniente traer a la casa un gendarme felino, hábil, experimentado y listo, que con su presencia ahuyentara a los bandidos. Me repugnaba tender lazos ocultos y tridores y convertirnos en verdugos, por mucho que eso y más merecieran los perjuiciosos.

-¡El Morrongo de mi tía Pepa! -exclamé.
-¿Un gato? -prorrumpió mi padre, sacudiendo un legajo de valses viejos-. ¿Que dices? ¿Para que tengamos que lamentar mayores fechorías? No; esos señores de la raza felina, esos descendientes de Micifuf, no han entrado aún - que yo sepa- por las novedades de la incineración; siguen siendo inhumadores, y con huésped así, no quedará planta con huésped así, no quedará planta con vida, ni habrá en el jardín sitio que no rasquen, ni almácigo que no destruyan.

-Pero, papá...
-Nada de peros... Además, esa gentezuela es por extremo galante , y suele obsequiar a la señora de sus pensamientos con tales serenatas y tales trovas...
-Música de provenir... -pensé replícar, echándola de satírico, pero no tuve valor para burlarme de las aficiones de mi padre, wagneriano incipiente, y como tal un tanto apasionado.

-Un gato, dices? ¡Quita! ¡Una ratonera! Vete a comprarla.

Yo no quise comprar de esas en que las víctimas mueren aplastadas o sucumben cogidas entre agudos dientes. Elegí una que parecía conveniente, después de colocar en el garfio un pedacito de jamón. Nos acostamos precipitadamente, apagamos la vela y quedé en acecho...
De fijo que el nocturno visitante andaba corriendo la tuna con sus amigos y compañeros, porque  esa noche vino muy tarde, dada la una, pasito a pasito, como si recelara del peligro. Caminaba un paso y se detenía, avanzaba y volvía a detenerse; algo extraño encontraba en aquel aposento perfectamente conocido para él.

-¿De dónde vendrá? -pensaba yo-. ¿De algún convite? ¿De algún monipodio, donde se conspira contra los engafados caballeros? ¿De rondar el recóndito alcázar donde mora la beldad que le tiene ferido de amores? ¡Este doncel transnochador, tan aficionado a la música sabia, debe ser un calavera de lo fino!
¡Ah pícaro! ¡Buena se te espera! ¡Quisiera tu destino que vengas ahíto, y no cedas a las tentaciones de la gula!

El ratoncillo, confiado y seguro, saltó a una silla, de allí al buró y diose a ensayar sus ejercicios acrobáticos, brincando de la cerillera a la palmatoria, por burla, sin duda, por el deseo de reirse de nosotros.
Le oí bajar y correr hacia el estante. En el camino tropezó con un papel, con un pedazo de periódico... Un fragmento de cierto diario... Ahí se entretuvo largo rato. ¿Estaría leyendo? No; los roedores no han de gustar de esa literatura. Fuese luego hasta la ratonera, atraído, sin duda, por el jamón, y ¡Zas!, ¡Preso!

¡Qué ruido! La jaula giraba vertiginosamente: rin, rin, rin...
Encendí la bujía, corrí al sitio del suceso. El pobre animalito pugnaba por salir y pretendía forzar los hierros de su cárcel.

Mi padre despertó.
-¿Cayó?
-No escapará... ¿Y ahora?
-¡Mátale!
-¡Cómo!
-¿Le tienes miedo?
-No -contesté avergonzado-, pero me da lástima.
-Confiesa que tienes miedo, que te causa repugnancia... Sumerge la jaula en una cuba de agua y ahógale.

-Heme convertido en un verdugo, en otro Carrier -me dije-.
¡Yo no le mato!

El transnochador se revolvía en la jaula como un loco. Pretendía huir y no conseguía más que acelerar la rotación de su cárcel.

-¡Ah, bribón! ¿Volverás a quitarme el sueño?
¡Y qué bonito era! Gris, de color de pizarra nueva, bien dispuesto, ligero, elegante, lustrosa la píel, negros los ojitos como dos cuentas de azabache. Me miraba atentamente: parecía lloroso, acongojado, como implorando clemencia, pidiendo perdón.
Traje la cuba y la llené de agua. Iba yo a sumergir la ratonera... Y el valor me faltó. El prisionero no merecía tan duro castigo; acaso no era autor de las fechorías, tal vez era inocente. ¡Qué sabe un ratoncillo de esas cosas, de Don Juan y de Fidelito! Además: mi víctima tendría padres, hermanos, hijos... ¡Tal vez el hambre le había arrastrado al crimen!...

Dejé la ratonera y volví a la alcoba.
-¿Le mataste? -preguntó mi padre.
-La verdad... ¡No!... Me dio lástima...
-Le tuviste miedo... y le abriste la jaula... ¿No fue así?
-No, señor -contesté-, dejé la ratonera en el patio. Mañana...
-¡No, al instante vas y le ahogas! -repusoel anciano, con el tono imperioso de quien siempre ha sido obedecido.

¡Pobre ánimo cobarde! Si yo le hubiera dicho a mi padre que me faltaba valor para obedecerle; aquello me parecía inicuo, atroz, se hubiera reído de mi sensiblería.
Me resolví a cumplir lo mandado.

-Vete y no vuelvas, no vuelvas nunca a esta casa, donde si hay deliciosos platillos clásicos, hay también ratoneras y cubas. No vuelvas que morirás ahogado. Huye y no vengas a quitarnos el sueño, ni a causarme penas como ésta que ahora me oprime el corazón.
Huyó el ratoncillo y yo respiré tranquilo, venturoso y feliz.

¿Qué sentirá un juez cuando toma la pluma para firmar una sentencia de muerte? ¿Qué pasará en el alma del magistrado que por muy altos y poderosos motivos no pueden conceder la vida a un reo de muerte? ¡Sépalo Dios!

Esa noche me vi obligado a decir a mi padre una mentira -la primera y la última-, la única que oyó de mis labios en toda su vida. Esa noche viví muchos años en unos cuantos minutos. ¡Bobadas de chiquillos!
Y desde entonces, no puedo escuchar música de Mozart o de Beethoven sin acordarme del prisionero a quien di libertad.

El otro día estaba mi novia tocando la Pastoral... Mientras ella ejecutaba la maravillosa sinfonía, yo creía mirar acurrucadito en un rincón del teclado al ratoncillo aquel,que me miraba con sus brillantes ojos negros, alegre y festivo, como si me quisiera decir: "¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Siempre!"


Rafael Delgado

La muerte tiene permiso

La muerte tiene permiso

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro...
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena la nariz ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado, la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho...
-Ora tú Juan, tú hablaste aquella vez...
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento...
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano...
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el presidente municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, por que colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa' la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al presidente municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ahi donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos...
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos al sembrar.
-Pos luego lo de m'ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al presidente municipal, pa' reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada...
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más.
Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el presidente municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa' nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa' perjudicarnos...
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo.
La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano...
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcedible petición.
-No, compañero, no es absurdo. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerían nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian?
Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
-Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad. Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
-Se pone a votación la proposición de los campesinos de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al presidente municipal, que levanten la mano...
Todos los brazos se tienden a lo alto. También los de los ingenieros. No hay un sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el presidente municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.
Edmundo Valadés